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Opinión y Actualidad

Estados Unidos: ¿la democracia más antigua del mundo?

Hoy vemos en Estados Unidos una polarización tan grande, que pareciera impedir el encuentro de este lazo intangible en la sociedad.

22/01/2021

Por Mauricio Vázquez y Lucila Vespali Sutera, en el diario Ámbito

Las imágenes difundidas globalmente hace pocos días atrás, dan cuenta de un escenario de quiebre y crisis sin precedentes en la política de Estados Unidos. Siendo un símbolo inequívoco del sistema político que supieron adoptar las sociedades del mundo occidental, es imposible no pensar en la democracia como sinónimo de esta nación. Y con ello, por más lejano que parezca, no puede dejar de reconocérseles el crédito a los fundadores de su etimología: los clásicos de la antigua Grecia. Evidentemente, en la constitución de aquellas trece colonias que dieron origen a este Estado, son los padres fundadores, los escritores de los “Federalist Papers”, quienes imaginaron cada detalle de la democracia moderna más importante del mundo. Pero en ellos, como en todos los pensadores que tuvieron su estadio en el desarrollo del mundo moderno, no pudo faltar la llama inspiradora del pensamiento clásico greco-romano.

La democracia ateniense o la república romana a la cual nos remontan autores como Platón, Aristóteles o Cicerón son expresiones políticas que guardan una amplia distancia conceptual con respecto a las acepciones de democracia y república de nuestra contemporaneidad; sin embargo, hay algunas ideas de estos filósofos que bien podrían asociarse a los problemas de la actualidad y, en este caso, a las inquietudes que despiertan los acontecimientos sucedidos en Washington.

Un concepto fundamental tanto en griegos como en romanos para el funcionamiento de una comunidad política era la existencia de un lazo fraternal que atravesara a toda la sociedad para evitar que, en momentos de debilidad, se llegara a la “stasis”, es decir, el caos y disgregación total de esa masa política; o en sus versiones extremas, a la guerra civil.

Llámese “philia” en Aristóteles o “concordia” en Cicerón, este era un modo de entender que lo que subyacía a los sectores más disímiles de la sociedad era un sentimiento de pertenencia y de unión más fuerte que cualquier tipo de división circunstancial. Hoy vemos en Estados Unidos una polarización tan grande, que pareciera impedir el encuentro de este lazo intangible en la sociedad.

La virtud era otro elemento fundamental que el mundo clásico elevaba a supremo valor. Eran reconocidos como gobernantes dignos de admiración aquellos que encarnaban virtudes como la prudencia, la mesura, la justicia o la magnificencia. Sin embargo, no sólo reservaban estos atributos a los grandes hombres de la política, sino que también creían en la importancia de un pueblo que pudiera enarbolar al menos algunas de estas virtudes, para que todo el armado pudiera funcionar y así se creara esta comunidad unida por la “philia”.

Nuevamente, es posible ver que ninguna de las virtudes antes mencionadas fue honrada por los actos de vandalismo presenciados en el último día, pero esto no se da solamente al nivel de los manifestantes y la sociedad, sino que puede observarse la falta de prudencia en algunos mensajes emitidos por el presidente saliente que, lejos de apaciguar los ánimos, elevaron más las “pasiones”, como las denominarían los filósofos del mundo helénico, y una oposición que dio muestras de no solo aprovechar dicha imprudencia sino de hasta incitarla.

Una característica propia de la antigüedad era pensar que por más bueno y virtuoso que fuera un gobierno, tarde o temprano terminaría por degenerarse, en el mejor de los casos, en una forma menos perfecta o, en el peor, en una forma diametralmente opuesta y viciosa. Tanto Platón en su República como Polibio con su “anaciclosis” veían en esta tendencia una constante histórica. Montesquieu escribió que “el pueblo romano se conmovió siempre más que ningún otro ante los espectáculos” frecuentemente brutales y sangrientos, que daban lugar a cambios en la forma de sus gobiernos. Tal vez el espectáculo que vimos en el Capitolio sea digno de una conmoción que haga repensar al pueblo norteamericano si la caída de su rol de faro y cruzado de la democracia en el mundo es inevitable (tal como creerían los clásicos), o bien, si es el momento de reavivar esa antorcha de democracia y libertad, más que nunca.

Desde estas otras latitudes, el asombro frente a lo acontecido adquiere un matiz diferente. En los hechos de esa jornada, hay al mismo tiempo algo de extrañeza como de parentesco; algo de sorpresa como de ese sentimiento tan indescriptible que es el deja vu. Con varios golpes de estado en nuestro haber y distintas muestras de desprecio institucional sobre nuestras espaldas, lo ocurrido en Estados Unidos no deja de ser, por un lado, un recordatorio de nuestras carencias y, al mismo tiempo, una excelente invitación a evaluar si todos nuestros quiebres institucionales no tendrán detrás, justamente, esta falta de lazo comunitario, de “philia” en el sentido aristotélico.

Así como las heridas de la Guerra de Secesión estadounidense mostraron no estar curadas al cien por cien en estas tristes jornadas del seis de enero, no somos pocos los que señalamos que la famosa grieta de la que tanto se habla en nuestro país, es el subproducto inevitable de una pésima gestión política de las heridas que aún permanecen abiertas tras las batallas de Caseros y Pavón.

Quizá más pronto que tarde, lleguemos a comprender que la consolidación de una república realmente sólida, orientada al bien común, y al desarrollo económico, político y social, implica recuperar valores clásicos sin los cuales, más allá de cualquier marco normativo, toda convivencia pacífica es absolutamente imposible.