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Mayo de 2024
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Opinión y Actualidad

Paraíso

La soledad y el exilio en el cine. Las despedidas. El alejarse de lo conocido con nuevos horizontes. La metafísica y la filosofía de la soledad y la muerte en el ser humano.

20/04/2024

Por Pablo Argañarás, Lic. en Cine y Televisión
Nada existe en este mundo más triste que las partidas. Cuando uno se va, se marcha, la llegada de las despedidas.  Y con ellas los consabidos abrazos, besos, palmadas.  Partir, dividirse, irte con parte de otro.  Quedarte con un poco de esa persona.  Ningún dolor de pecho es más fuerte y triste que de quien se va de su tierra, quien debe abandonar su terruño.  El destierro era en la antigüedad una tortura.

Giuseppe Tornatore, guionista y director de cine italiano,  es quien mejor reflejó este sentimiento humano en su film "Cinema Paradiso".  Totó deberá marcharse del pueblito de Giancaldo para ir a Roma y seguir su vocación.  Deberá dejar su familia y a su mejor amigo Alfredo.  Deberá dejar su Paradiso, "Paraíso" en italiano.  El jardín del Edén, el paraíso de Totó es una sala de cine, donde él es feliz. La escena de su despedida en la estación de trenes es magistral.  Y su retorno años después, muchos años después, es un tratado audiovisual sobre la utilización de las metáforas y los símbolos en el cine.  Hay otras películas que retratan esto de marcharse, partir, exiliarse. Siempre dramas y tragedias.  Algunas con finales felices, generalmente las Hollywoodenses. Las europeas seguramente con finales de los otros.  De los tristes.

Muchas veces en mi vida confieso que sentí esta sensación.  Esta congoja de dejar todo y todos.  El tener que irte.  A la fuerza.  Sin querer hacerlo en realidad.  Pero con la obligación por tal o cual motivo de marcharte de un lugar querido y su gente.

La primera vez fue a mis doce años.  Irme del Barrio Autonomía para ir a vivir al centro.  Dejar la cuadra, los changos, el monte del frente, la casa con el aro de básquet, la casita en las copas de las casuarinas de la esquina, el equipito de fútbol, las noches con estrellas.  Al dejar el barrio dejé mi niñez allí.  En algún lugar quedó dando vueltas en esa cuadra, en esa esquina, en aquel tiempo.  Algo se rompió en mí, adentro mío y nunca más volví a ver la vida con ojos de niño.

La segunda vez fue cuando tuve que ir a formarme a Córdoba.  La terminal vieja que era un horror.  El colectivo, el bolso, mis viejos y hermanos.  Un par de amigos.  Quedándose chiquitos por la ventanilla fría.  Con lo ilógico de tocar un vidrio.  Con poner la palma de la mano en el cristal de la ventanilla, por delante de sus imágenes, que se hacen pequeñas al alejarse el vehículo.  El vidrio frío.  La noche oscura.  Fue mejor así.   No se veían mis lágrimas que caían en la oscuridad de ese colectivo rumbo a Córdoba.  En esa ruta, aquella noche dejé mi adolescencia, como me dijo mi Nono unos meses antes, me tendría que hacer hombre.

La tercera fue en un aeropuerto en Córdoba.  Rumbo a Estados Unidos en principio.  Los ojos de mi padre.  Los de mi madre.  No pude sostener sus miradas.  Entré a la manga rumbo al avión.  Allí lloré por dentro.  De manera seca.  Sin lágrimas.  Un llanto de tripas.  De manos frías.  Respirar hondo.  La respiración más profunda.  Como de quien se está por tirar de un trampolín gigantesco.  Allí deje algo que al día de hoy no puedo entender que es lo que fue.   Me despersonalicé.  Me subdividí.  Para que Pablo pudiera seguir, tal vez murió el que era hasta ese entonces.

Las demás fueron partidas de seres.  Personas.  Amigos.  Parientes.  Amores.  Cada una resetea  tu vida.  Te subdivide cada partida de manera inexorable.  Sientes que te resta en el momento.  Con el tiempo te das cuenta que una parte de esa persona, de esos lugares son ahora vos mismo.  Mutan en uno.  Uno habla con tonadas, expresiones y palabras de otros.  Otros sitios, otros labios.  Antes fueron dichas por otros.  Ahora son parte nuestra.

Desde chico aprendí que, en definitiva, estamos solos.  Siempre.  La compañía dura un rato.  En el trayecto de la vida las personas te acompañan un momento.  Pero siempre estamos con nosotros mismos.  Esa vacuidad hace que podamos valorar un otro.  Nos obliga a ser nuestros mejores amigos.  Somos finitos.  Venimos con fecha de caducidad.  Tal vez el primer exilio es salir a la vida.  Del vientre materno.  Tal vez lloramos por ello.

De esa inconmensurable soledad del ser humano quizás provenga el anhelo de un otro.  Alguien con quien compartir.  Y partirnos cuando se va.  Cuando inexorablemente volvemos a quedar solos.  Y miramos hacia arriba buscando un Dios, una luz, un ángel, un otro que nos de algún sentido.  Si es que acaso lo hay.  El terror de saber que nos iremos.  Que partiremos.  Que somos mortales.  Que una vez más deberemos irnos.  Y dejar nuestro Paraíso, como el Totó de Tornatore.