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Firmas

El fracaso del Nuevo Orden Mundial

Hace cuatro siglos que los líderes políticos vienen tratando de crear un orden internacional capaz de regir las relaciones entre las naciones y de evitar las guerras. Aunque el principio de la soberanía de los estados arrojó resultados, las organizaciones intergubernamentales han reflejado esencialmente la correlación de fuerzas correspondiente a cada momento. En cuanto al ambicioso proyecto estadounidense del Nuevo Orden Mundial, el hecho es que está estrellándose contra las nuevas realidades geopolíticas. La lógica de la “realpolitik” se impone, pues el audaz diseño de Brzezinski y Rockefeller para nada podía predecir el mundo de nuestros días, en que el amo del mundo ahora multipolar, languidece de sed petrolera.

05/09/2012

Si bien la expresión “orden mundial” es de reciente aparición en el discurso político, la idea misma de instaurar un orden mundial, o internacional, data ya del siglo XVII y fue tema de discusión cada vez que se presentaba una posibilidad de organizar la paz y de darle un carácter permanente. Ya en 1603, el rey francés Enrique IV daba a su ministro, el duque de Sully, la tarea de elaborar un primer proyecto. El objetivo era la constitución de una república cristiana que incluyera a todos los pueblos de Europa. Dicha república debía garantizar la preservación de las nacionalidades y cultos y encargarse de resolver los problemas entre esos componentes.

Aquel “gran empeño” incluía una redefinición de las fronteras de los estados como medio de equilibrar el poderío de los mismos y la creación de una Confederación Europea de 15 miembros, con un Consejo Supranacional que debía disponer de poder de arbitraje y de un ejército capaz de garantizar la defensa de la Confederación contra los turcos. El asesinato de Enrique IV interrumpió aquel sueño, que no resurgió ya hasta el final de las guerras desatadas por Luis XIV. El abate Saint-Pierre dio a conocer por entonces su Projet pour rendre la paix perpétuelle entre les souverains chrétiens (“Proyecto para perpetuar la paz entre los soberanos cristianos”). Aquel plan, que fue presentado al Congreso de Utrecht (en 1713), consistía en adoptar íntegramente todas las decisiones tomadas en aquel encuentro como base definitiva para el trazado de las fronteras entre los países beligerantes y en la creación de una liga de las naciones europeas (una federación internacional) que se encargaría de prevenir los conflictos. Independientemente de la mencionada utopía, lo más importante de aquella época fueron, por supuesto, los Tratados que hicieron posible la Paz de Westfalia, firmados en 1648, al cabo de una guerra de 30 años, guerra que se libró bajo estandartes religiosos, dando lugar a una gran acumulación de odio, y en la que pereció el 40% de la población. Las negociaciones se prologaron durante 4 años (de 1644 a 1648) y finalmente concretaron una igualdad entre todas las partes beligerantes, ya fuesen católicos o protestantes, monárquicos o republicanos.

La idea de un orden internacional fue progresando constantemente, basada siempre en las reglas de la soberanía consagradas en los Tratados de Westfalia. Dio lugar al surgimiento de la Santa Alianza, propuesta en 1815 por el zar Alejandro I, y al proyecto de Concertación europea que propuso, ya en el siglo XIX, el canciller austriaco Metternich como medio de prevenir “la revolución”, que en el lenguaje racional político no significa otra cosa que el caos. Fue a partir de aquel momento que los Estados comenzaron a celebrar cumbres para dirimir problemas sin recurrir a la guerra, privilegiando el arbitraje y la diplomacia. Fue con ese objetivo que se fundó la Sociedad de las Naciones (SDN), al término de la Primera Guerra Mundial. Pero la SDN no fue más que la expresión de la correlación de fuerzas de aquel momento, al servicio de las potencias que habían salido victoriosas de aquella guerra. Sus valores morales eran por lo tanto muy relativos.

La ONU, sucesora de la SDN, fue por su parte el reflejo de la Carta del Atlántico, firmada por Estados Unidos y Gran Bretaña el 4 de agosto de 1941, y de la declaración de Moscú, adoptada por los Aliados el 30 de octubre de 1943, anunciando la creación de “una organización general basada en el principio de la igualdad de todos los Estados pacíficos en materia de soberanía”. El proyecto se desarrolló durante la Conferencia de Dumbarton Oaks, celebrada en Washington desde el 21 de agosto hasta el 7 de octubre de 1944. Los principios de la Carta del Atlántico fueron a su vez aprobados en la Conferencia de Yalta (del 4 al 12 de febrero de 1945), antes de su consagración final en la Conferencia de San Francisco (los días 25 y 26 de junio de 1945).

El nuevo momento histórico para la definitiva parición del Nuevo Orden Internacional se dio cuando los Estados Unidos reorganizaron su política extraterritorial. En 1999, los llamados de los neoconservadores encontraron eco en varios países occidentales, principalmente en el Reino Unido y Francia. Tony Blair presentó el ataque de la OTAN contra Kosovo como la primera guerra humanitaria de la historia. En un discurso pronunciado en Chicago, Blair afirmó que el Reino Unido no estaba tratando de defender sus intereses sino que estaba promoviendo valores universales. Tanto Henry Kissinger como Javier Solana (por entonces secretario general de la OTAN y no de la Unión Europea) saludaron calurosamente aquella declaración de Blair. Poco después, la ONU nombraba a Bernard Kouchner como administrador de Kosovo. Tony Blair formula su doctrina (Chicago, 22 de abril de 2009). No hay diferencia notable entre la teoría de los levystraussianos y la de los nazis. En Mein Kampf, Hitler ya arremetía contra el principio de soberanía de los Estados, consagrado en los Tratados de Westfalia. Esta visión del mundo se ha impuesto ya en el plano económico con el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio (OMC).

Washington estuvo indeciso sobre la conducta a seguir después de la desaparición de la URSS. Estados Unidos reafirmó poco a poco su categoría como única superpotencia, incluso como “hiperpotencia” según la expresión del francés Hubert Vedrine. Desde entonces, Estados Unidos ha considerado obsoleto el sistema de la ONU heredado de la Segunda Guerra mundial. Pero no se ha limitado a desinteresarse de la ONU sino que incluso ignora sus obligaciones financieras para con esa organización, no ratificó el Protocolo de Kioto, se negó a aceptar el Tribunal Penal Internacional y ha humillado a la UNESCO en varias ocasiones.

Vayamos ahora a una rápida síntesis de “nuestro tiempo”. En su discurso sobre el Estado de la Nación correspondiente a 2012, el presidente Obama declaró con orgullo: “En los tres últimos años hemos abierto millones de acres de tierra a la prospección en busca de petróleo y gas. Esta tarde he pedido a la administración que abra más del 75% de los recursos petroleros y gasíferos off shore. Ahora, en este momento, la producción estadounidense de petróleo es la más alta de los últimos 8 años. Así es. Desde hace 8 años. Y eso no es todo. El año pasado nuestra dependencia del petróleo extranjero disminuyó y llegó a su nivel más bajo en 16 años”. Se advierte en estas pocas líneas la desnudez del llamado “nuevo orden internacional”: los Estados Unidos quieren sobrevivir al desmoronamiento cíclico de los imperios arrasando con todo lo que está a su alcance. En otras palabras, “sumisión a los diktats del amo yanqui o muerte”.

Obama mencionó, con particular entusiasmo, la extracción de gas natural por craqueo de esquistos bituminosos: “Tenemos reservas de gas natural que protegen a América por un centenar de años”. La preocupación norteamericana salta a la vista: están desesperados por la energía de la que no disponen y por los otros recursos naturales que ya se agotan. En marzo de 2011, Washington incrementó sus importaciones de Brasil para no seguir recurriendo al petróleo del Medio Oriente.

En realidad, Washington nunca ha dejado de garantizar el control estadounidense sobre las vías marítimas vitales que se extienden desde el estrecho de Ormuz hasta el Mar de la China Meridional, ni de establecer una red de bases y de alianzas que cercan a China -la potencia mundial emergente- formando un arco que va desde Japón hasta Corea del Sur, Australia, Vietnam y Filipinas, por el sudeste, y la India, por el sudoeste. A todo esto se agrega, como colofón, un acuerdo con Australia para la construcción de una instalación militar en Darwin, en la costa norte del país, cerca del Mar de la China Meridional. Washington trata además de incluir a la India en una coalición de países de la región hostiles a China para sacar a Nueva Delhi del BRICS, en el marco de una estrategia tendiente a cercar a China que despierta gran inquietud en Pekín.

Varios estudios han sacado a la luz una repartición inesperada de las reservas mundiales de gas. Rusia aparece a la cabeza con los 643 trillones de pies cúbicos de la Siberia occidental. En segundo lugar aparece Arabia Saudita, incluyendo el yacimiento de Ghawar, con 426 trillones de pies cúbicos. Viene en tercer lugar el Mediterráneo, con 345 trillones de pies cúbicos de gas, a los que hay que agregar 5 900 millones de barriles de gas líquido y 1.700 millones de barriles de petróleo. En el caso del Mediterráneo, la parte más importante de esa riqueza se halla en Siria. El yacimiento descubierto en Qara puede alcanzar una producción diaria de 400 000 metros cúbicos, lo que convertiría a Siria en el cuarto productor de la región, después de Irán, Irak y Qatar. El transporte del gas desde el cinturón de Zagros, en Irán, hacia Europa debe pasar por Irak y Siria, lo cual ha venido a trastornar los proyectos estadounidenses y a consolidar los proyectos rusos (South Stream y North Stream). Sin acceso al gas sirio, Washington no tiene otra salida que tratar de garantizar el gas libanés.
Y sigue la guerra…

(Fuente Imad Fawzi Shueibi, Red Voltaire)