La Madre Teresa de Calcuta alguna vez dijo: “Si de verdad queremos que haya paz en el mundo, empecemos por amarnos unos a otros en el seno de nuestras propias familias”.
Por María Victoria Steverlynck, en diario Clarín
La familia es la formadora de personas por excelencia, el espacio en el que vivimos las experiencias humanas más profundas, donde se establecen los cimientos de la persona y, por lo tanto, de la sociedad.
Es el lugar de los aprendizajes más significativos, aquellos que calan más hondo, es donde aprendemos a comportarnos, donde adquirimos las bases de nuestro modo de ser y de relacionarnos. Y si bien la crianza recibida en el hogar los primeros años de vida no nos determina porque somos libres, nos condiciona fuertemente.
Amar a nuestros hijos es querer para ellos el bien, sin mezcla de mal y para siempre, es enseñarles a vivir para que sean felices. En este sentido, es fundamental el buen ejercicio de la autoridad que implica tanto la ternura para dar y nutrir, como la firmeza para guiar y conducir. Implica poner límites que protegen guían, sostienen y dan paz. Esos límites bien entendidos que se logran equilibrando la ternura con la firmeza: ni todo ternura, ni todo firmeza.
En el extremo de “todo ternura”, por miedo a traumatizar a sus hijos, muchos padres no les ponen límites. Los complacen en todo, les conceden todos sus deseos. En su afán por evitarles el sufrimiento, no se dan cuenta de que sus hijos sufren tal vez mucho más. Son niños que tienen baja tolerancia a la frustración, que muchas veces son caprichosos, egocéntricos, les cuesta reconocer las cosas, necesidades y tiempos ajenos. Son niños que en ocasiones violentan al resto con tal de conseguir lo que quieren. Son niños y luego jóvenes a quienes les cuesta amar.
En el otro extremo, escucho a padres contar -a veces con culpa, otras con cierto orgullo- que gritan, agreden, sacuden o pegan a sus hijos cuando hacen algo que no está bien.
Son padres que por distintas razones -sin duda equivocadas- ponen en práctica la puesta de límites a través de la violencia. Puede que a corto plazo esos niños se comporten, pero en lugar de sentirse contenidos, guiados y cuidados, la violencia por parte de sus padres genera en ellos desconcierto, inseguridad, baja autoestima y a la larga, más violencia.
A diario nos encontramos con casos de agresión, robos y asesinatos. Leemos sobre inseguridad y violencia en hogares, escuelas y en la calle. ¿Quiénes son? ¿De dónde provienen estas personas disruptivas y violentas? Muchos de ellos, sin duda, han sido condicionados por la crianza recibida.
Si en esos primeros años de vida los niños carecen de límites, ¿cómo reaccionarán ante los límites que la misma convivencia en sociedad les imponga? Si en casa aprenden que ante el conflicto, la frustración, el enojo o el error se responde con violencia, ¿cómo pretendemos que actúen cuando de jóvenes o de adultos se enfrenten a un desacuerdo o dificultad?
En los primeros años de vida, nuestros hijos son como arcilla en nuestras manos. Aprenden a comportarse en la sociedad en parte, según como les enseñamos a comportarse en casa.
Es clave y fundamental valorar la importancia de los limites sanos y positivos, buscar el equilibrio entre la ternura y la firmeza. La violencia y la paz nacen en el hogar. Si queremos construir la paz en el mundo, debemos comenzar por casa. Y los padres, como primeros y fundamentales educadores, tenemos un rol insustituible.
(*) Docente del Instituto de Ciencias para la Familia de la Universidad Austral