La palabra debería pasar por tres tamices antes de pronunciarla: si lo que se va a decir es verdad; si lo que se va a decir es bueno y si lo que va a decir es necesario.
Por Ariel David Busso
Para Clarín
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Decía Sacha Guitry que “hay personas que hablan y hablan… hasta que encuentran algo para decir”. Certera frase. La palabra, de suyo, es siempre algo inquietante. Quedan; son más duraderas que el bronce. Mueren los reinos, los monumentos se derrumban, desaparecen los héroes o bajan al pozo del olvido. Pero la palabra queda; la vida humana está hecha de palabras. Y de diálogos. El diálogo es un encuentro. Y para ello debo aceptar con quien dialogo. El otro es un co-sujeto conmigo, en rigurosa paridad. Hablar es dialogar. Pero la lengua que produce el diálogo tiene poder de vida y muerte. Un corazón lleno de miel reboza de lo que tiene y el que se completa de hiel profiere destrucción y amargura. La palabra debería pasar por tres tamices antes de pronunciarla: si lo que se va a decir es verdad; si lo que se va a decir es bueno y si lo que va a decir es necesario. La mayoría de las tristezas de una persona o de un pueblo son causadas por palabras que nunca deberían haberse dicho. Decía Pitágoras que “el sabio rompe el silencio cuando tiene algo más importante que decir”. El silencio interior es una casa de paz.
En un clima social y familiar de crispación en que habitualmente vivimos, donde las aristas no han sido limadas para allanar, sino para violentar aún más, ser manso con la palabra se excluye totalmente. Hablar con mansedumbre no es una utopía heroica; es la única forma de vida que permite transformar la debilidad en fortaleza. La violencia verbal es una impotencia disimulada. No hay nadie más débil que el que insulta. Mata tanto al que odia como al que es odiado, a modo de los Capuletos y Montescos. Quien asesina a su prójimo con palabras hirientes, se asesina también a sí mismo. Los valores a conseguir no se crean con la destrucción del otro, porque no son ficciones, son objetivos reales. Están más allá del espacio y del tiempo. Trascienden y se expanden.
La fuerza impulsora de toda acción humana es el deseo de felicidad y “nadie puede ser feliz si no tiene paz” (San Agustín de Hipona, Civ. Dei 19,11). Y la paz es el único bien que puede repartirse entre muchos, sin que disminuya la porción propia de cada uno ¡Pero como lograrla cuando el discurso es agresivo?
La rudeza de las palabras nunca provocaron la metamorfosis de nadie. Cuidar el corazón. Hay corazones transformados en cementerios de resentimientos y las expresiones orales se originan allí, se agitan como hojas secas que se mueven lentamente y se vuelven un tornado irrefrenable. Una tarea diaria es quitar la violencia del lenguaje, del tono, de la concepción del poder, de la vida misma. Se debe exterminar la agresividad lamiendo sus propias heridas, excluyendo el “perdono pero no olvido”. Por algo Don Quijote le aconseja a Sancho, que sueña con un burlesco poder: “Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues ya le basta al desdichado la pena del suplicio, sin añadiduras de las malas razones” (Libro 2, XLII). Ya suficientes males tiene el mundo para que se le añada el flagelo del lenguaje.