Es muy oportuno, por los desafíos que plantean las nuevas derechas mundiales, revisitar el pensamiento de uno de los fundadores de la Escuela de Fráncfort, que vio antes que nadie la deriva totalitaria cuando muchos pensaban que el peligro era imaginario.
Por Marcelo Gioffré, en diario La Nación
En una ocasión, se presentó en la casa de Juan José Sebreli un periodista junto con un camarógrafo para hacerle una entrevista para la televisión. No solo esta persona era famosa por sus insolencias sino que el programa al que pertenecía se dedicaba específicamente a hacer bullying a sus entrevistados, inaugurando una costumbre despreciable en la que, bajo la consigna de no ser hipócritas, se reivindica la falta de respeto y el desvanecimiento de las formalidades. Sebreli, que casi no miraba televisión, ignoraba por completo quién era este señor, de modo tal que lo recibió como si se tratara de alguien serio. Al principio el diálogo fluyó por carriles normales, pero gradualmente el interlocutor iba introduciendo preguntas levemente ridículas, hasta que en un momento recorrió con la vista los anaqueles de la biblioteca y, de pronto, lanzó una sentencia: “¡Cuántos libros de adorno que tiene!”. Eran libros de Theodor W. Adorno, no “de adorno”, pero la escena, que luego pensaba ser editada, estaba destinada a ridiculizar al entrevistado. Sebreli comprendió en el acto la emboscada, se paró y los echó: “Aquí terminó esta reunión”, les dijo.
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Es muy oportuno –tanto por la salida del libro póstumo de Sebreli, Revoluciones, Temblores de una historia inconclusa (Sudamericana), como por los desafíos que plantean las nuevas derechas mundiales– revisitar a Adorno, uno de los fundadores de la Escuela de Fráncfort, que vio antes que nadie la deriva totalitaria y huyó de Alemania cuando muchos pensaban que el peligro era imaginario o exagerado. Ya exiliado en Estados Unidos, hizo foco en la naturaleza astutamente tramposa del fenómeno fascista. En 1944, en un congreso sobre antisemitismo convocado en San Francisco, Adorno formuló una minuciosa caracterización del fascismo, una lección que resulta útil para entender cómo se organizan los discursos y la propaganda de estos movimientos en sus etapas iniciales.
El líder fascista, nos dice Adorno, es un lobo solitario, un ciudadano común que lucha contra presuntas fuerzas oscuras que estarían enquistadas en las vigas de la sociedad. Por eso suele mostrarse como blanco de posibles ataques: usa chaleco antibalas o simula atentados reveladores de que lo quieren asesinar. Tiene que ser visto como una piedra en el zapato de los que no quieren modificar el statu quo. Es un pequeño gran hombre que representa la pantomima del cambio; pequeño porque es como cualquier otro ciudadano, pero a la vez grande porque se anima a desafiar a los poderosos. Una mezcla de hombre de barrio y King-Kong. Les da voz a muchas personas cuyas ideas han sido largamente despreciadas y que, de un día para el otro, se sienten vicariamente representadas por ese par extraordinario.
Estos personajes nunca aclaran con precisión cuál es su objetivo, la configuración de su utopía siempre es brumosa, pero sí ponen énfasis en los medios que van usar para llegar a ese paraíso incierto que predican. Repiten machaconamente eslóganes. Dicen que la culpa es de un sector específico de la sociedad: puede ser la inmigración que quita trabajo, la delincuencia que ataca la propiedad, o sanguijuelas que se las ingenian para arraigarse en sus prebendas. Muchas veces esos problemas son reales –nadie puede negar que en El Salvador había un asunto grave con las mafias, o que el comunismo envileció a Hungría–, pero el demagogo fascista se aprovecha de ese problema real y lo explota abusivamente para conquistar y retener el poder.
Las masas bajo el fascismo quedan narcotizadas por el histrionismo del líder y la propaganda permanece siempre en un nivel no argumentativo sino emocional. El silogismo es sustituido por el clisé, el efecto teatral o el golpe bajo. La propaganda fascista ataca espectros más que opositores reales: construye una imagen del judío, del comunista, del delincuente o del inmigrante que no se preocupa demasiado por la correspondencia entre la imagen y la realidad. Hay una mitologización del enemigo.
Lo que hace el líder es una actuación con toques místicos, que le insufla vida al movimiento y dota de entusiasmo a los agitadores. La personalidad histérica del líder fascista cumple la función de disipar los frenos inhibitorios: grita lo que su auditorio apenas se anima a verbalizar en voz baja. Así, rompe con los tabúes. Ante ese grito se desfondan los miedos del auditorio y todos se atreven a gritar las supuestas “verdades” censuradas. Theodor W. Adorno explica que los fascistas son tomados en serio porque, en efecto, corren riesgos. No atraen al público a pesar de sus bufonadas sino precisamente por ellas: una forma institucionalizada de redención para una clientela frustrada y harta. La mesa está servida.
Pero esa supuesta espontaneidad tiene vetas. Adorno recuerda que el rasgo más emblemático del ritual fascista es algo que él llama “la insinuación”. ¿Qué significa? Que el interlocutor es tratado como alguien capaz de leer la entretela del discurso: si se habla de “fuerzas oscuras” los receptores, a pesar de la vaguedad, entienden muy bien a quiénes apunta el dardo. Al enunciarlo de este modo menguado, homeopático, se logra igualmente establecer el puente identitario entre el líder y sus partidarios. No es necesaria ninguna aclaración, ningún pie de página. Esto tiene una doble función: por un lado no se exponen abiertamente, pues ante una crítica pueden defenderse diciendo que no se aludía a nadie en especial; por otro, se organiza una suerte de cofradía, una complicidad con sus seguidores, como si fuera el lenguaje cifrado de los delfines. De ese modo, si el líder quiere denostar a los homosexuales no lo hace directamente sino que alude a un caso específico de cierta pareja gay que cometió delitos, con lo cual tiene una coartada pero, al mismo tiempo, sus acólitos pueden inferir que el mensaje es aplicable a un universo más amplio que ese simple ejemplo. La insinuación –para decirlo en términos de Adorno– tiene dos capas: lo explícito y lo que asoma por detrás.
Otro punto interesante del discurso fascista es que muchas veces queda en manos de agentes paraestatales que están en una zona indefinida en el esquema de poder. Su función es radicalizar el mensaje para fidelizar a la clientela más violenta. Son francotiradores. Estas personas no tienen cargos importantes, de modo tal que no bien esas barbaridades se revelan tóxicas o inconvenientes para un gobierno es muy sencillo desmarcarse de ellos. Si uno de estos propagandistas, por ejemplo, ante la muerte de “Pepe” Mujica, dice: “Uno menos. Hasta nunca, viejo trolo”, los adláteres captan muy bien el odio triplicado hacia los progresistas, hacia los ancianos y hacia los gays; pero, cuando aflora el escándalo, como esos personajes no tienen cargo, los jefes quedan indemnes. Suelen ser los fusibles, los “idiotas útiles” de todos estos sistemas.
Por todo eso resulta particularmente relevante la aparición del libro póstumo de Sebreli, un ensayo sobre la historia del siglo XX que muestra de un modo muy eficaz cómo los fascismos operaron en las etapas preparatorias para dominar Europa y arrastrar al mundo a una guerra insensata. El punto más inquietante es el influjo hipnótico sobre la psicología de los pueblos en general y de los jóvenes en particular: la sustitución de la razón por la fe penetra incluso en las mentes más brillantes de cada época, que quedan paralizadas por el espejismo. Carl Schmitt, Heidegger o Marinetti son ejemplos paradigmáticos.