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Opinión y Actualidad

La piñata bonaerense: un viaje a las tinieblas de la política

Detrás de las leyes siempre hay una trastienda de negociación, pero lo que se vio en la provincia fue un descarnado tironeo por beneficios personales, pequeños cotos de poder y poltronas oficiales que aseguren un sueldazo, chofer y secretaria.

Hoy 07:11

Por Luciano Román
Para La Nación

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Si la ciudadanía bonaerense hubiera estado despierta en  la madrugada del 4 de diciembre, habría sido testigo, probablemente, de uno de los espectáculos más obscenos y bochornosos de la historia política de la provincia.

En esa noche se condensaron todos los vicios de una dirigencia que concibe el Estado como un botín. Hubo aprietes y repartijas de cargos, amenazas y transacciones oscuras, canje de votos por sueldos más que jugosos y “arreglos” bajo la mesa a cambio de “gobernabilidad”. El escenario fue, una vez más, la Legislatura bonaerense, una institución que se ha desprestigiado a sí misma y que, a esta altura, ni siquiera cuida las apariencias ni intenta disimular.

Estaba en juego el aval que pedía el Ejecutivo para tomar una nueva deuda que le permita financiar el déficit. Los diputados intuyeron la desesperación de un gobernador que, lejos de sanear las cuentas públicas de la provincia, ha aumentado el gasto de manera exorbitante. Decidieron, entonces, sacarse las caretas: “el aval te va a costar caro”. Y así fue como se desató un frenético tironeo por conseguir cargos y cajas, en algo que se parece más a un chantaje que a una negociación. Acosado por una interna salvaje, debilitado por una derrota electoral en octubre y urgido por sus propios desmanejos financieros, Axel Kicillof actuó con mano suelta: amplió el directorio del Banco Provincia (lo llevó de ocho a 14 integrantes), con cargos que reconocen una remuneración mensual de 13 millones de pesos, pero que además permiten nombrar asesores, secretarias y auxiliares. Cada director, según el cálculo del legislador Guillermo Castello, le costará al Estado 70 millones de pesos por mes. No los pagará Kicillof, sino todos los bonaerenses.

Los cargos en el Bapro no fueron la única concesión que se hizo en esa madrugada aciaga. Los intendentes también hicieron “caja” y en “la piñata” se incluyeron puestos en el Consejo General de Educación y en el Tribunal Fiscal de la provincia. Unos días antes, el gobernador había creado otra estructura millonaria que manejará el sector más radicalizado de La Cámpora: se trata del “Incaa bonaerense”, un instituto para fomentar la industria del cine que contará con un presupuesto inicial de 626 millones de pesos. “Un paso fundamental para defender la  soberanía cultural”, festejaron dirigentes del kirchnerismo, que suelen disfrazar de “soberanía” la voracidad por cargos, cajas y privilegios.

Detrás de las leyes siempre hay una trastienda de negociación. Cuando se discuten endeudamientos, es lógico que los legisladores peleen recursos para sus distritos y pongan sobre la mesa exigencias para que se arregle una ruta, se construya un puente o se encare una obra hidráulica  en su jurisdicción. Pero lo que se vio en la provincia no es una negociación de ese tipo, sino un descarnado tironeo por beneficios personales, por pequeños cotos de poder y por poltronas oficiales que aseguren un sueldazo, un chofer y una secretaria.

El discurso dominante en la Legislatura podría sintetizarse de esta forma: “Acá no importa la provincia, mucho menos los bonaerenses; acá lo que importa es que la nuestra esté”. Y la de ellos estuvo, claro. Kicillof, según un relevamiento de la Fundación Pensar, ya había creado entre 2019 y 2024 70.000 nuevos puestos en la administración pública provincial. Cuando se mira con lupa, no son precisamente designaciones de enfermeros, maestros o policías. Los cargos políticos, según ese estudio, aumentaron un 140 por ciento. Ahora habrá que agregar los saldos de esta última “negociación”.

Todo esto se aprobó en la Legislatura como es habitual: entre gallos y medianoche. Fue en votaciones a mano alzada, sin registros públicos y oficiales del sufragio de cada legislador, en una atmósfera opaca y tumultuosa que se ha convertido en la marca de identidad de un cuerpo institucional que bordea todo el tiempo los procedimientos irregulares y clandestinos. El manejo de fondos en ambas cámaras es un agujero negro: nadie controla, nadie rinde cuentas.

Una vez más, se comprobó también la fortaleza del “partido de la Legislatura”, donde rige una viciosa transversalidad en la que se diluyen las fronteras entre oficialismo y oposición. La escandalosa ampliación del directorio del Bapro no hubiera sido posible sin votos del radicalismo, Pro, la Coalición Cívica y de algunos legisladores que llegaron bajo el paraguas de La Libertad Avanza.

¿Hay algún partido dispuesto a denunciar las telarañas de corrupción que se tejen desde hace años en la Legislatura bonaerense? ¿Alguien que se atreva a exponer el oscuro sistema de “módulos”, subsidios, contratos fantasma y canje de votos? Un manto de silencios y complicidades parece convertir al palacio en una especie de búnker inexpugnable.

La Legislatura ha dejado de ser una institución para ser vista como “una caja”. La administran, desde hace décadas, el kirchnerismo y el massismo, que se alternan en la presidencia, pero con una “repartija” entre los distintos bloques que explicaría el espesor y la extensión de los silencios.

Lo que se vio la semana pasada, sin embargo, es algo que trasciende a la Legislatura, aunque ahí encuentra una caja de resonancia y un ecosistema propicio. Se vio una cultura política que concibe la administración del Estado con una lógica transaccional y al ejercicio parlamentario como un juego de  aprietes y extorsiones para obtener beneficios personales. Es un mecanismo depredador y de chantaje político, en el que no se discuten ideas, programas ni estrategias, sino carguitos y acomodos. Más allá de  la valoración moral que pueda merecer, es un sistema carísimo en términos prácticos y materiales. El costo de estos “arreglos” generará más déficit y mayor necesidad de endeudamiento, para cuya aprobación se exigirán, seguramente, más cargos y más privilegios. Es una rueda infinita que engendra nuevas urgencias y eleva el monto de la hipoteca para generaciones futuras. A veces cuesta ver y dimensionar el impacto de estas obscenidades políticas en la vida de los ciudadanos. Basta mencionar, sin embargo, que el acuerdo alcanzado en la madrugada bonaerense del 4 de diciembre implicará más recursos para la burocracia y menos para caminos rurales, redes de agua potable, tomógrafos e infraestructura en los hospitales públicos.

En el camino se van debilitando otras instituciones, no solo la Legislatura. El Banco Provincia, por ejemplo, queda cada vez más alejado de un modelo de gestión profesional con administración técnica e independiente, para convertirse en una suerte de “aguantadero político”, con un directorio que no responde a las necesidades de una entidad financiera, sino a las urgencias de un gobierno forzado a pagar apoyos con cargos. Algo de esto ya se había visto el año pasado, cuando se supo que Kicillof había designado en el Bapro a Jorge “Coqui” Capitanich después de que hubiera perdido la gobernación de Chaco. Fue la forma de pagar compromisos partidarios y de tejer alianzas para reforzar su armado interno. En lugar de dar créditos para viviendas y proyectos productivos, el Banco Provincia se especializa últimamente en financiar los enjuagues del poder.

Organismos como el Tribunal Fiscal o el Consejo de Educación, donde los cargos deberían ser ocupados por especialistas, y las designaciones realizadas por concursos, consagran un sistema de ingresos “por la ventana” para pagar favores políticos y crear más “cuevas” en el Estado.

Lo que se ha consagrado, en definitiva, es la norma de que los cargos públicos no se crean por necesidad, sino como moneda de cambio. Y que las leyes no se votan por convicción, sino para obtener privilegios. Alguien podría decir, con razón, que todo esto es tan viejo como conocido. Sin embargo, la semana pasada hubo una novedad: se alcanzaron niveles de desparpajo que pocas veces se habían visto. Lo que antes se intentaba ocultar o disimular ahora se hace “a cielo abierto” y con la cara descubierta.

El caso Chocolate tal vez haya producido un efecto inverso al que podría haberse imaginado: en lugar de marcar un punto de inflexión y de trazar un límite, parece haber soltado los frenos inhibitorios, como si después de aquel escándalo de ñoquis y empleados ficticios ya no hiciera falta cuidar las formas ni las apariencias. “¿Qué le hace una mancha más al tigre?”, se preguntan los legisladores  sin ocultar el cinismo. Ya no queda nada que cuidar. Ya no tiene sentido disimular.

Chocolate puede volver. Descubriría, con alivio, que todo está como era entonces. ¿O peor? Quizá hasta el señor Rigau se termine escandalizando de lo que  ocurre en la Legislatura y en otros engranajes del Estado bonaerense.