Chile sigue siendo un modo de la normalidad que la Argentina todavía no alcanzó, donde prima la continuidad, sorprendente para nuestra mirada, de la racionalidad macroeconómica.
Por Luciana Vázquez
Para La Nación
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Ya no es el oasis macroeconómico latinoamericano de crecimiento imparable, pero, para la política argentina, Chile sigue siendo un modo de la normalidad que la Argentina todavía no alcanzó. Las elecciones presidenciales del domingo ofrecieron dos postales. Primero, la escena que generó admiración más obvia: el llamado telefónico del presidente saliente al presidente electo. Un diálogo fundado en la lógica de la convivencia política aun cuando se da la alternancia de ideologías en el poder. En el caso chileno, esta vez, una alternancia entre la izquierda más acentuada, la de Gabriel Boric en alianza con el Partido Comunista, y la derecha más definida de José Luis Kast. Pero esa escena no se produce en un vacío: exige la preexistencia de consensos previos, muy difíciles de conquistar por parte de una sociedad y la política. Y ahí entra la otra foto que ofreció la elección chilena, la menos comentada, una postal clave de los treinta y cinco años de democracia chilena: la continuidad, sorprendente para la mirada argentina, de la racionalidad macroeconómica.
Para el liderazgo político argentino, Chile representa una utopía regional posible que, sin embargo, todavía queda lejísimo de este lado de los Andes: consenso democrático indiscutido cruzado con consenso macroeconómico sostenido, no importa el signo político que ocupe la presidencia. En la Argentina, lo primero es un hecho. Lo segundo, la gran deuda pendiente.
Reservas, flotación y racionalidad macro
El caso chileno toma más cuerpo todavía dada la coyuntura argentina. Hay que prestarle atención a dos noticias de los últimos días: tienen que ver con dos esfuerzos para delinear los cimientos de una arquitectura macroeconómica resistente a la corrosión de la alternancia política. Una noticia es de este lunes: el inicio de “una nueva fase” en el programa monetario, según el anuncio del Banco Central. La gestión de Milei inicia la segunda mitad de su mandato con foco en dos de los grandes temas críticos pendientes de la macro mileísta: el nivel de reservas y el tipo de cambio. Según el Banco Central, 2026 se convertirá en sinónimo del año de gestión en que Milei y su equipo económico entran en la fase de acumulación de reservas y una flotación del tipo de cambio entre bandas, pero cada vez más realista, ahora mejor adecuada a la inflación.
La otra noticia, de la semana pasada, el envío del proyecto de ley al Congreso, por parte del Poder Ejecutivo, para impulsar un régimen penal más duro con las reglas fiscales, la prohibición de presupuestos deficitarios y la imposición de penas de diez años de prisión para los funcionarios que autoricen emisión o aumento de gastos sin respaldo.
En ambos casos, el Gobierno busca consolidar el ordenamiento macroeconómico y su continuidad en el corto plazo pero también a mediano plazo: de aprobarse esa ley −y si superara el control judicial−, la alternancia política no generaría los riesgos de impacto macroeconómico que genera actualmente. Por ejemplo, la compra récord de dólares que hicieron los argentinos en octubre ante el riesgo de derrota oficialista en la elección de medio término: 4699 millones de dólares en un solo mes. Si a la cultura de la macro racional le toma tiempo hacerse carne en la política y en el votante, Milei opta por intentar imponerla por ley. El objetivo es que la macroeconomía racional dure más allá de sí mismo: ese sería su mayor legado.
Macro, ojos chilenos v argentinos
Es cierto que la economía chilena se encuentra bajo presión: el diagnóstico es “crecimiento estancado”. El “milagro” de la Concertación chilena, de la década del ’90, con un crecimiento promedio anual en torno al 6,2%, con picos de 11,5 en 1992, al estancamiento en torno al 1,8% en los últimos años, llegó a su fin. “Esta tendencia de crecimiento vigoroso fue perdiendo fuerza y, para la década de 2020, el crecimiento apenas superaba el 2%”, según un informe del FMI de junio de 2025. Sin embargo, a diferencia de la Argentina, ese desafío se da en un horizonte cultural donde la inflación es inconcebible. En 1990, Chile volvió a la democracia con un 26% de inflación, pero a los diez años, en 2000, después de una década de baja empinada y sostenida, ya la había llevado a 3,8%. En los últimos años, gira en torno al 3% y 4%, excepto en 2020 y 2021, por la pandemia.
El gasto público también viene aumentando. Su suba más crítica se dio entre 2014 y 2018, en la segunda presidencia de Michelle Bachelet, cuando se instaló en torno al 20%, otra vez, lejos de las escalas argentinas. Aún con el estallido de 2019, ya en la segunda presidencia de Sebastián Piñera, los indicadores macro que tanto preocupan a la Argentina estaban lejos de las distorsiones patrias: ese año, la inflación chilena fue tan sólo del 2,25%.
Con ojo chileno, esa macro tiene problemas. “Masivo rechazo a las ideas que trajeron estancamiento y decadencia. Gran triunfo para la libertad y democracia. La libertad y el sentido común avanzan en todo el continente. VLLC!!!”. Así se expresó en X el viceministro de Economía argentino, José Luis Daza, que celebró el triunfo de José Antonio Kast. Como chileno, Daza conoce como nadie el panorama económico trasandino: vista desde el regreso de la democracia a Chile, la macro chilena empieza a agrietarse. Vista desde la Argentina, la voluntad de continuidad de la racionalidad macroeconómica por parte de una experiencia de izquierda como la de Boric, más allá de decisiones criticables, resulta envidiable.
Milei y su legado macro
Esa postal macroeconómica a la chilena es la que resuena en la Argentina. Y lleva a dos preguntas. Primero, ¿cuál es el rol de la presidencia de Milei en el contexto de la gran imposibilidad argentina? Es decir, ¿qué papel histórico le toca a su mandato ante la ausencia de continuidad macroeconómica entre las experiencias liberales y las perokirchneristas? Y más todavía: ¿qué rol le cabe luego de las promesas incumplidas de las dos experiencias liberales de los cuarenta años de democracia argentina?
Después del menemismo, llegó su caída y una experiencia político-económica de sentido opuesto: el kirchnerismo, primero el de Néstor Kirchner y luego, el de Cristina Fernández. Después de la racionalidad macroeconómica de Macri y Cambiemos, volvió la cuarta versión del kirchnerismo, con políticas también opuestas. Para Milei, el problema es que las dos experiencias con voluntad de reordenamiento macroeconómico ortodoxo y racional, cada una con sus matices, terminaron en fracasos. Milei tiene la doble responsabilidad histórica de hacer un liberalismo económico con éxito económico y social. Y que además logre continuidad, más allá de quién esté en el poder.
Chile lo hizo. Y de la manera más inconcebible para el ojo argentino: por una continuidad de políticas de la dictadura de Pinochet a la democracia de la Concertación, y más allá, incluso con Bachelet y Boric, aun con sus puntos problemáticos. Alejandro Foxley fue el primer ministro de Hacienda de la Concertación. Ya en democracia, adoptó el modelo de los Chicago boys de Pinochet, que crecía al 7%, con mejoras en aspectos sociales: apertura comercial y económica, equilibrio fiscal, Banco Central independiente.
El proyecto de Javier Milei se juega entre estos dos partidos: entre los efectos colaterales del Partido del Ajuste, en un extremo, y el Partido de la Inflación, en el otro. Es decir, por un lado, la gestión libertaria está obligada a demostrar un punto central: que las experiencias políticas que prometen ordenamiento racional de la macroeconomía, con el ajuste como primer paso, no terminan en crisis y estallido social y una nueva escalada del nivel de pobreza. Por el otro lado, la política económica de Milei está obligada desmantelar el sentido común que sostiene las experiencias perokirchneristas en el poder, el Partido de la Inflación: el impulso del mercado interno y del consumo a expensas de las arcas públicas y la emisión y la inflación imparables.
Por eso, la experiencia chilena es un caso testigo fundamental para Milei: las recetas que las propuestas de centroderecha ofrecen en la Argentina tuvieron éxito en la democracia chilena. La macro ordenada llevó al crecimiento y a la reducción de la pobreza, y también de la desigualdad. La experiencia chilena demuestra históricamente que el ajuste es tan sólo el primer paso hacia una cadena de causas y efectos macroeconómicos que desemboca primero en equilibrio o superávit fiscal e inflación a la baja, y luego conduce al crecimiento, el desarrollo, más clase media y menos desigualdad.
Kirchnerismo, ideología vs. percepción
Hay una segunda pregunta que surge de esa confrontación con una macro tan estable como la chilena y la comparación con la discontinuidad argentina: ¿por qué buena parte de la política argentina sigue leyendo la democracia chilena como un camino de consolidación de desigualdad e injusticia social cuando los indicadores clave desmienten esa versión? La categoría de “neoliberalismo” como etiqueta de todo lo malo.
Los hechos dicen otra cosa. Entre 2000 y 2020, comparado con la Argentina, Chile gastó la mitad en protección social pero sus niveles de pobreza eran apenas de un tercio de los niveles argentinos. El dato surge del “Mapa de las políticas sociales en la Argentina. Aportes para un sistema de protección social más justo y eficiente”, del CIAS. Y según los propios indicadores chilenos, entre 1990 y 2018, la pobreza cayó el 40%. La desigualdad también se redujo. Su sistema educativo, además, es el que presenta mejores resultados en América Latina y sus sectores vulnerables están más incluidos en la universidad que en la Argentina.
La interpretación kirchnerista es un síntoma de una limitación epistemológica del kirchnerismo: una resistencia política-cognitiva que privilegia la creencia y la ideología por sobre la percepción y la realidad. Basado en ese espejo distorsionado, el kirchnerismo, y buena parte del peronismo en general, se consolida como el partido que descree de la macro ordenada.
El analista Esteban Schmidt los llama, con acierto, “la coalición del déficit”. El Partido de la Inflación es otra opción para referirse a esa corporación política renuente, por poder de negación o por interés, a la disciplina fiscal y sus beneficios. Esa denominación, Partido de la Inflación, suma una peculiaridad propia de la historia del kirchnerismo: la versión Néstor Kirchner del kirchnerismo que, en pleno hito de los superávits gemelos y suba del tipo de cambio de apenas 1,5%, sin embargo, reintrodujo la inflación. El año 2005 terminó con 12,5%, después de un 2003 con 3,7% y un 2004 con 6,1%. Desde ese año, el kirchnerismo se instala en el dígito alto o, directamente, empieza decidida la escalera de dos dígitos que culmina en 2015 con 26,9%.
Macri también cerró su presidencia con inflación alta: 53,8%, pero fue por incapacidad de controlar la macro, que quería racional, con déficit cero e inflación bajando, y no por convicción y empecinamiento ideológico.
Sin una percepción política libre de ataduras ideológicas, que se base en un análisis de los hechos, la continuidad de la macro racional se enfrenta a un enorme obstáculo. Cualquier alternancia ideológica la puede alejar de su centro.