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Firmas

Luces y sombras en la Iglesia

(Primera Parte) Dicen que no fue en Sicilia, sino en Torbole, en el Lago di Garda, donde a Goethe le surgieron del alma los famosos versos: “¿Conoces la tierra donde florecen los limones (...) donde un viento suave sopla del cielo azul?”. La mañana del lunes 11 de febrero pasado, pensaba un poco irónicamente en Goethe y en algún talibán del “calentamiento global”, mirando por la ventana de mi estudio, en la milenaria Abadía Benedictina, cómo la nieve descendía por los olivos, los cipreses, los laureles.

27/02/2013

No era aquel un día como los demás ni para la Iglesia entera, menos aún para mí. La liturgia recordaba la primera aparición de la Virgen Inmaculada, en Lourdes, a una pequeña y miserable analfabeta, hija de un molinero fracasado que había estado también en prisión.

El Dios del Evangelio visita con gusto a los pobres, los ignorantes, los despreciados. Saboreaba el día que tenía por delante, libre de cualquier trabajo externo, y gozaba con la perspectiva de la soledad, también envuelta por el silencio del manto de nieve ya alto. De hecho, contaba con continuar curiosamente la redacción de un segundo libro de Lourdes, después del de Bernardette, publicado hace pocos meses. ¿Qué día podía ser más propicio que un 11 de febrero? Parecía una bravuconada... A mi lado suena el celular, el único vínculo con el mundo que había admitido en la abadía. Era mi mujer, desconcertada: “¡En la televisión aparece un titular, dice que el Papa ha anunciado su dimisión!”. Lo confieso: al principio pensé en una bravuconada de hackers que habían entrado en las frecuencias televisivas. No era el único que dudaba: en aquellos mismos momentos, en los cinco continentes, a 117 cardenales, incluidos los más cercanos a Benedicto XVI, les costaba trabajo creer que tendrían que participar en un conclave en poco tiempo. El móvil no paraba de sonar. Terminé la llamada, pidiéndole obviamente que me informara en caso de una poco probable confirmación. Pero no tuve necesidad de ello: el móvil comenzó a sonar de nuevo y no cesó durante un par de días y de noches; cuando llegué a casa (con trabajo, la nieve continuaba cayendo), al sonido incesante del celular se añadió el constante timbre de la línea fija y el ordenador comenzó a descargar sin pausa mensajes del mundo entero que pedían entrevistas, intervenciones y artículos al cronista del que era bien conocida su cercanía a Joseph Ratzinger y el conocimiento concorde a su pensamiento.

¿Porqué contar ésto? Pues porque yo mismo fui sorprendido por el inmediato, arrollador y planetario tsunami mediático provocado por unas pocas palabras leídas en latín por sorpresa, en voz baja, como si fueran rutinarias, por un viejo, rodeado de otros viejos, en una sala vaticana aun mas vieja e inaccesible. Un ciclón que llegó instantáneamente a todos; incluso a mí, aislado entre la nieve en un rincón de la provincia, desbaratando toda mi programación del día. Y todo el mundo se ocupaba ahora de la Iglesia Católica. Una Iglesia, por añadidura, no como residuo arqueológico, o como pintoresco set histórico, del tipo de la abadía de Umberto Eco, sino viva, presente, intrigante. Quizá embrollona o incluso asesina: pero, también por ello, peligrosa porque es todavía potente. La imagen, aunque a menudo deformada, de la “Catholica et Apostolica” fascina o inquieta al imaginario de la humanidad. Y su Jefe, con vestidura blanca, es la única autoridad moral escuchada siempre y en todo lugar: para aceptar o para rechazar, para amar o para detestar. Y aun así, en realidad suena sarcástico el adjetivo “catolicísima”, unido durante siglos a España, a Irlanda, a Austria; y, dentro de poco tiempo, quizá no sea tampoco adecuado ni siquiera para Polonia, que parece querer recuperar a grandes pasos el “retraso” hacia el laicismo liberal.

Ahora se han convertido en multicines, outlets, estudios de arquitectos, salas de juego o, en algún caso, sex-shops, buena parte de las iglesias de Holanda, hasta hace un tiempo mitad católica y famosa por el devoto fervor de los feligreses. Precisamente, en los Países Bajos existe un gigantesco almacén que es una especie de signo concreto y es duro, para un creyente, visitar su sitio web de la debacle católica, no sólo en la Europa nórdica, sino en todo el continente: aquellos cobertizos son un amasijo (malvendido a precios ridículos, vista la exigüidad de la demanda) del contenido de lugares de culto abandonados o transformados. Es un trágico cumulo de estatuas, de cuadros edificantes, de Via Crucis, de tabernáculos, de campanas o campanillas, de fuentes bautismales, de altares enteros, de custodias, de candelabros, de confesionarios, de reclinatorios, de vidrieras, de muebles de sacristía, de vestimentas litúrgicas. A los improbables compradores se les ofrece incluso las veneradas reliquias de santos, encerradas en artísticas cornisas. En resumen, un vertedero para todo aquello que fue “católico”, donde los clientes parecen ser escenógrafos cinematográficos o teatrales, o excéntricos interioristas en búsqueda de la pieza perfecta para alguna blasfema decoración de bares, discotecas, garçonnières.

No es casualidad que quien ha tenido la idea de este depósito haya elegido un nombre latino para su tienda: “Fluminalis” (como un rio), es decir, que se lleva los escombros del catolicismo. Aunque cabe preguntarse si se trata realmente del fin de un catolicismo; del adiós a una fe, o sólo del agotamiento de un modo de devoción vinculado a un tiempo que ya ha terminado. Pero, ¿qué Iglesia es, realmente, ésta que durante ocho años ha presidido Benedicto XVI y a cuyo peso, unido al de la edad, ha cedido finalmente? ¿Qué es, al día de hoy, esta Iglesia católica, apostólica, romana, que será “guiada” (el verbo parece quizá, en la situación actual, un poco pretencioso) por quien será elegido en el Conclave de marzo?

El breve espacio nos obliga sólo a realizar unas pinceladas, una pequeña luz sobre la situación objetiva: claramente seria necesario más tiempo para un cuadro completo. Un cuadro que siendo claros no solamente tiene los puntos de conflicto que aquí señalamos, sino que presenta también no pocos aspectos positivos, lugares de resistencia, sólidas renovaciones, fundados motivos de esperanza. La doble naturaleza, al mismo tiempo humana y divina de la Iglesia (a imagen de su Señor: Dios y hombre; crucificado y resucitado) provoca siempre que, a lo largo de los siglos, haya aparecido sufriente, cuando no agonizante; y quizá siempre, al mismo tiempo, llena de vida, aunque a veces sólo visto con ojos de la fe. Una energía vital capaz de manifestarse y de reanimarla incluso en el fondo de las peores crisis. Jamás, ni siquiera en los siglos mas oscuros, jamás esta Iglesia ha dejado de ser madre de santos, nunca le han faltado a pesar de todo hombres y mujeres que han hecho del Evangelio carne y sangre de su vida.

El Papa Borgia es contemporáneo del más penitente y austero de todos los santos, Francesco da Paola, que fue apreciado por aquel Pontífice, símbolo de la mayor decadencia eclesial, y que aprobó su durísima Regla. Tempestades que parecían señalar el final, como aquellas que siguieron a la Reforma o a la Revolución Francesa, la era napoleónica, la ocupación italiana de Roma, fueron superadas más que por el valor de jerarcas y fieles, por la imprevisible aparición de una formación de santos. El estudioso serio sabe que es necesaria una gran prudencia a la hora de juzgar la institución más antigua, vasta y abigarrada de la Historia: ya existía cuando el Imperio romano estaba en su apogeo, sus vicisitudes han recorrido veinte siglos, han visto surgir y morir todos los reinos y han visto desvanecerse a todos los potentes y, a pesar de todo, ha llegado a nosotros, y no tiene intención alguna de despedirse del mundo. Su pueblo y sus pastores cardenales y obispos pertenecen a todas las estirpes y todas las culturas, como no sucede en ninguna otra parte ni lugar. Último Estado teocrático, ultima monarquía absoluta, es al mismo tiempo el lugar más democrático: todo seminarista, por pobre y oscuro que sea, sabe que tendrá en su alforja de sacerdote una posibilidad de ser papa, o al menos cardenal u obispo. El más oscuro de los bautizados tiene en el interior de sus muros espirituales los derechos y los deberes del más rico o potente de la tierra entera.

Es más, en la óptica que sirve aquí, su posición es privilegiada. La última entre los últimos, aquella Bernardette ignorante, enferma, miserable sobre la que estaba escribiendo aquella mañana, tendrá la gloria de los altares, retratos venerados en todo el mundo, una estatua de mármol en la nave misma de San Pedro, peregrinaciones ininterrumpidas a su tumba de Nevers. Quede claro, por tanto: las “sombras de gris” que aquí apuntamos, con su debido realismo, conviven con amplios espacios por los que se filtra la luz. No olvidemos lo que el mismo Benedicto XVI nos ha recordado, también con su despedida: sólo quien no comprenda que la Iglesia no es nuestra, sino de Cristo, puede preocuparse por ella, por su futuro. A los fieles, el Papa incluido, no se les pide mas que realizar, cada uno en su lugar, el propio deber: el resto no es asunto de los hombres. La barca, en cualquier caso, llegara al puerto del fin de la historia, aunque si fuese reducida a una miserable balsa cargada sólo de pobre gente. No pudiendo alargarnos al mundo entero, concentrémonos, como hemos comenzado antes, en la Europa que, a pesar de todo, es y seguirá siendo el centro, y no sólo porque el Papa es el obispo de Roma.

(Continuará mañana jueves)