Hablábamos ayer de la universalidad de la Iglesia Romana. Las comunidades católicas de los demás continentes son todas sus hijas, han sido fundadas por misioneros españoles, portugueses, franceses, holandeses, austríacos, bavareses, italianos, y aún llevan este signo indeleble. E, incluso al día de hoy, a pesar de que el centro de gravedad numérica de los bautizados se haya trasladado al otro lado del Atlántico, es de Europa de donde llegan las orientaciones, también culturales, para la Iglesia entera.
Sólo un pobre simple puede creer, por ejemplo, que la más conocida de las teologías “exóticas”, la llamada “de la liberación”, haya nacido por el sufrimiento y el anhelo de los explotados en la America que habla español y portugués. En realidad, ha sido elaborada en los laboratorios teológicos de Francia y Alemania, con una robusta aportación holandesa: por tanto, por los mismos hombres y por los mismos círculos que han inspirado y guiado, en los hechos, el Vaticano II. Concilio más de teólogos que de obispos. La misma “superpotencia” económica y militar de los Estados Unidos no ha dado todavía a la catolicidad ningún santo realmente popular ni tampoco una idea original al pensamiento eclesial, salvo por aquel “americanismo”, una aplicación un poco naif del pragmatismo yanki al Evangelio, que León XIII se apresuró a condenar en 1899.
Por tanto, como pertenece a Europa, umbilicus Ecclesiae el ombligo de la Iglesia), la situación no parece, humanamente, tranquilizadora: la disminución, a menudo desaparición de las vocaciones al sacerdocio secular, podrá disolver en breve buena parte de la milenaria red de diócesis y parroquias, por falta de personal eclesiástico. Ahora mismo ya, en Francia, en el área alemana y en otros lugares, las unificaciones son la norma, pero cada vez son menos necesarias. En cuanto a las vocaciones a la vida religiosa, muchas congregaciones (sobre todo femeninas, aunque no sólo ellas) están predestinadas estadísticamente a la extinción: en el mercado de la venta inmobiliaria de Roma están apareciendo las sedes, a menudo imponentes, de las Casas Generalicias ahora desiertas. Los colegios que fueron para los novicios se han transformado hoy en asilos para los religiosos ancianos y enfermos: muchas congregaciones establecen acuerdos para unir a sus inválidos, no teniendo ya personal ni fondos suficientes para hacerlo solos.
La esperanza de llenar los vacíos europeos con los jóvenes africanos y asiáticos se ha mostrado a menudo ilusoria o, al menos excesiva. Son demasiadas las diferencias culturales, demasiada la distancia de mentalidad, demasiadas las motivaciones sospechosas en el ingreso en seminarios e institutos. Ciertamente, no son sólidas tantas “vocaciones” tercermundistas determinadas por (como un tiempo en la Europa de los campos miserables) razones de supervivencia, o de búsqueda de ascendencia social. No todos los casos, gracias a Dios, terminan como el de monseñor Milingo, el prelado negro que tantas simpatías y esperanzas había suscitado; no faltan buenos éxitos, pero muy por debajo al menos cuantitativamente de lo que esperaban los obispos diocesanos y los superiores generales de las congregaciones. En cuanto a los laicos, el abandono en masa de la práctica incluso solamente dominical, ha llevado a algunos a la indiferencia y a la lejanía, y para otros se ha transformado en hostilidad, tanto como para empujar a los sociólogos a acuñar un triste neologismo: “cristianofobia”. Nadie es más rencoroso que un “ex” decepcionado.
A pesar de la alternancia de gobiernos de izquierda y derecha en Europa, una tendencia histórica que parece por ahora irrefrenable conduce a costumbres morales, antes o después reconocidas por las leyes estatales, que contrastan frontalmente con la ética católica. (Y éste es el motivo principal de esta cristianofobia, o sea la suciedad de sus vidas). Y esto aún entre los todavía practicantes.
Tanto es así que alguno ha hablado de “cisma silencioso”: es decir, una practica de vida, que no tiene en cuenta (aún sin proclamación externa y, al parecer, sin crisis de conciencia) los preceptos eclesiales. Al día de hoy, incluso entre aquellos que se definen como católicos y que se acercan a los sacramentos, ¿quién se plantearía excluir de su vida conyugal los anticonceptivos; o disuadir al pariente divorciado de casarse; o advertir al amigo gay practicante; o prohibir a la hija que se acueste con su novio; o disuadir a las parejas de convivir antes del matrimonio, animándoles a casarse? Parece que se pueden verificar también fuertes desavenencias con respecto al aborto y la eutanasia.
El practicante católico medio europeo y americano- parece coincidir, en la praxis moral, con el laico medio de la posmodernidad, sin diferencias relevantes. No hay que creer (lo han denunciado muchas veces tanto Benedicto XVI como Juan Pablo II, pero las advertencias comenzaron ya con Pablo VI) que la enseñanza de teólogos y biblistas, en los seminarios que aún quedan y en los ateneos que aún se hacen llamar “católicos”, sea siempre respetuosa con las indicaciones que vienen de Roma. A menudo, al clero que sale de ellos le falta, más que las nociones, aquello que los alemanes todavía durante la juventud de Joseph Ratzinger, llamaban “die Katholischeweltanschauung, la perspectiva, el punto de vista católico. No es raro que a menudo la óptica de cierta parte del clero y de cierta parte de la prensa confesional parezca ser la de la ideología hegemónica en ese momento: durante más de veinte años después del Vaticano II, fue el amasijo con diferentes dosis dependiendo de los lugares y de los teólogos entre cristianismo y marxismo. Ahora bien, se ha infiltrado profundamente el relativismo liberal, el liberalismo ético, y sobre todo la “political correctness”, esta ideología diabólica porque, con apariencia casi cristiana, esta fundada sobre lo que Cristo detesta más: la hipocresía, el eufemismo rufián, la manipulación de las palabras para esconder la realidad en su verdad. Esto de lo “políticamente correcto” subyace en toda la teología del laico norteamericano Michael Novak y le ha hecho mucho daño a la propagación del Evangelio en esas latitudes.
A propósito del clero, de disciplina, de la que fue hace tiempo la virtud de la obediencia: hablemos de un aspecto que parece menor el del hábito eclesiástico, pero que en realidad tiene un significado ejemplar. El nuevo Código de Derecho Canónico, reescrito según las indicaciones del Vaticano II, recita, en el canon 284: “Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal del lugar”. Y, para los miembros de órdenes y congregaciones, prescribe en el canon 669: “Los religiosos deben llevar el hábito de su instituto, hecho de acuerdo con la norma del derecho propio, como signo de su consagración y testimonio de pobreza”. El Concilio mismo había advertido que no se debe abandonar este “signo” de consagración sobre el cual, por cierto, Juan XXIII era rigurosísimo, imponiendo a su clero, en el Sínodo Romano que precedió al Vaticano II, el hábito talar negro y prohibiendo incluso el clergyman, al que es aún hoy tan afecto el clero norteamericano.
Existe además hoy quizás la mayor de las deformaciones actuales, insidiosa por su apariencia meritoria: es decir, la Iglesia como la mayor de las ONG, una organización de voluntarios, de filántropos dedicados a socorrer a aquellos que tienen necesidad de asistencia material y, al mismo tiempo, a denunciar con tono profético injusticias, disparidades, violaciones de los derechos humanos. Sacerdotes y monjas como militantes socialistas y como sindicalistas, unidos en la lucha, sin diferencias de religión, a todo hombre de buena voluntad. Un ideal noble, reconozcámoslo, pero que no puede ser suficiente para un cristiano. Aunque generoso, en este esfuerzo por ayudar que es solamente humano existe una inversión radical de la perspectiva de la fe: el “cristianismo secundario”, el del trabajo social y político, no puede ni debe ser antepuesto al “primario”, que es el anuncio del Evangelio de la salvación eterna; es la “caridad de la verdad” antes incluso de aquella (aunque loable, derivada) del pan, la administración de los sacramentos que sostienen en la fe y conducen hacia la meta más allá de la muerte, la oración individual, pero más aún aquella pública, incesante, renovada cada día, de la liturgia.
La fe sin titubeos en la verdad del Evangelio y el anuncio de éste a los hermanos (el kerygma) es el prius, la caridad material no es sino su consecuencia lógica, instintiva pero subordinada, al anuncio de que “Jesús es el Cristo”. Aquel renovado Código Canónico que decíamos, esta colección de leyes que rigen la institución eclesial, al final muestra el fundamento de siempre, la razón misma de ser de la Comunidad cristiana: “salus animarum suprema lex Ecclesiae”. Esto, que la suprema ley de la Iglesia (y de todo hombre de Iglesia) sea la salvación de las almas. La Iglesia existe por esto: para anunciar la Vida más allá de la vida y para acompañar a los hombres hacia este objetivo final. No es espiritualismo desencarnado, al contrario, es conciencia de la palabra de Cristo, por el cual “no sólo de pan vive el hombre” y por el cual no hay vida humana sin una perspectiva de eternidad.
(Fuente: Vittorio Messori *, diario Corriere della Sera)
(*) Es considerado como el escritor de temas católicos más traducido del mundo. Si bien fue bautizado al nacer, Messori fue criado en el seno de una familia anticlerical y el propio Vittorio se negaba a tener relación alguna con la Iglesia, hasta que en sus años universitarios se convirtió al cristianismo. Se graduó en un reconocido liceo de Azeglio en Turín. Se doctoró en Ciencias Políticas con una tesis sobre el Risorgimento del siglo XIX. Es un profundo investigador del cristianismo y especialmente del catolicismo.