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Opinión y Actualidad

La feminidad ritual

Análisis de la nueva película de la realizadora Josephine Decker donde Elisabeth Moss encarna a la escritora Shirley Jackson.

31/07/2020

Por Mariona Borrull Zapata

Periodista y crítica cinematográfica

Dorado, castaño, borroso. Reenfocamos; vemos el sol, que ilumina un mechón de cabello suelto. El runrún nebuloso que un toque de campana ha iniciado va volviéndose nítido, concreto. Corte, encuadramos en plano general: el pelo corresponde a una chica, leyendo en un asiento de un tren. Va meticulosamente arreglada, afuera hace buen tiempo y a su lado está un joven, su novio. Ella lee «La lotería» de Shirley Jackson y, al poco de terminarla, se ve impulsada a llevar a su pareja al baño para practicar sexo desenfrenado (recordemos que se trata de un cuento sobre una lapidación ritualística). Así, de entrada se nos presentan dos capas de una misma realidad: la imagen límpida y civilizada de una «señorita» en el tren y, por debajo, un mundo donde las pulsiones sexuales y de muerte se entremezclan y nos movilizan. Freud 1.0: el tipo de teorías que Josephine Decker había explorado en su dos primeras películas y que aquí problematizará. Y todo, fijémonos, a través de un reencuadre; será en la apertura de plano, en este juego con la distancia y el contexto, donde resida uno de los núcleos duros de la película.

La de la realizadora británica es una filmografía sobre la discreta invasión de un mundo oculto, salvaje, en el espacio vital de sus personajes; el proceso de corrupción hasta que estos han sido completamente devorados por lo animal: en el fondo, la desintegración total de la América soñada, ataque que es deudor de tantos y a la vez, esencialmente innovador. Encuadrándolo, una cámara entregada a la explotación de los sujetos que filma, que se tambalea, enfoca y reenfoca, juega con ellos a través de filtros y otros (de)codificadores estéticos. Es una mirada participativa, provocativa, y cuya extrema proximidad eleva el estatus de la imagen humana a un nivel mental, semiabstracto, de la representación. Si a esta fórmula le añadimos una narrativa alrededor de la personalidad conflictuada y disfuncional de alguien como Shirley Jackson, obtendremos un maravilloso juego de espejos deformantes entre fondo y forma, retrato y retratado, identidad y personaje. Nada más lejos del biopic convencional, eso sí.


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Decker adapta para su película la novela homónima de Susan Scarf Merrell, que sigue la vida de la escritora durante los años de creación de Hangsaman, publicada por Jackson en 1951. Que esos fueron unos tiempos especialmente duros para la autora es algo de sobras sabido: no nos detendremos en detalles escabrosos ni cronologías –tampoco la película muestra intención alguna de hacerlo–, pues solo conviene recordar que durante esos años, estando profundamente afectada de agorafobia, con cuatro hijos que cuidar y un marido que no escondía sus numerosos romances, Jackson (o, mejor, llamémosla Shirley) no tuvo lo que se llamaría un entorno familiar «modélico», ni mucho menos. Con el hogar entendido como el universo de las peores pesadillas, Shirley fue una mujer constantemente problematizada por un ideal de maternidad del todo enajenante y los fantasmas que este despertaba; asimismo, el gran acierto de la cinta de Decker consiste en transmitir los sismos derivados de esta tensión.

Para ello, utiliza a la chica y el chico del tren, Rose (Odessa Young) y Fred (Logan Lerman), para contraponerlos al extraño matrimonio formado por Shirley Jackson y Stanley Hyman (Elisabeth Moss y Michael Stuhlbarg, ambos en estado de gracia). Un ejercicio de sublimación conceptual, construido visual y narrativamente sobre una constante dicotomía entre lo viejo y lo nuevo, lo bello y lo mórbido, y la reclusión contra el cosmopolitismo. Una mesa de trabajo que se articula a través de tres ejes temáticos principales. Por un lado, empezando quizás por lo más evidente, está la figura de Rose como portadora de todos los ideales asociados tradicionalmente a una mujer, es decir, a una ama de casa perfecta. Stanley, artífice máximo del heteropatriarcado, es quien le otorga este rol, que es perpetuado por el nice-guy Fred para no perder puntos en su fulgurante carrera como ayudante de profesor. A Rose tampoco le queda otra, porque, a pesar de su carácter emprendedor y vindicativo, se ha convencido de que la alternativa a esta rigurosa feminidad no es otra que una catastrófica caída a la entropía, o peor, la histeria, el paroxismo histérico, una enfermiza «tendencia a causar problemas» (Rachel P. Maines, 1999). Además, al fin y al cabo, su papel como sirvienta es temporal: ella es una mujer libre y con poder sobre su propia existencia… Hasta que un día, ya no.

Observamos cómo Decker abraza sin apuros un imaginario femenino repleto de sombras que, sin embargo, le permitirá acceder, a través de los tropos, a la oscuridad que borbotea detrás de la impecable imagen de civilidad de una madre suburbana. Lugares comunes como la histeria, ya comentada, o la brujería: «Soy un poco bruja, ¿no te lo han dicho nunca?», espeta Shirley a la asustadiza Rose. Efectivamente, de la joven, la escritora todo se lo huele: desde el embarazo incipiente hasta su tremenda insatisfacción sexual. Olfato, pero también oído, a través de un diseño de sonido mareante, paralelo en intensidad a la calidad háptica de las imágenes; en este sentido, podríamos hablar de un progresivo despertar de los sentidos, adormecidos detrás de las cortinas de la casa familiar. Fuera, véase el enorme potencial erótico de las jóvenes en un árbol del campus universitario, casi posando para una doble página de la Playboy; ese es un erotismo que Rose, en su papel como obediente ama de casa, deberá luchar para recuperar. Claro que, otra vez, todo se reduce a la mirada, y esta depende íntegramente de las distancias: así es que, a pesar del potencial chamánico que Shirley tiene sobre Rose, desde fuera «se la ve» solo como una mujer con evidentes problemas mentales. En la fiesta del profesorado, traspasado el umbral que separa la experiencia interior y autoexploratoria que Rose ha venido desarrollando durante toda la primera parte de la cinta, y aplanados todos los estratos de la significación sensorial bajo la mirada litúrgica de la feminidad en público, incluso para Rose, Shirley no puede aparecer de otra forma que bajo el signo de la extrema disfuncionalidad.


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Porque en sociedad todo es acto performativo (las teorías de Goffman sobre nuestro «yo» como intérprete fechan justamente de los años 50), y Shirley juega en otra liga. También son actores la cámara, que adopta orgánicamente esta contraposición de miradas, y el espacio, reconfigurada la casa familiar en un auténtico workshop de los horrores. Cumplen, interpretan, significan y resignifican. En un segundo nivel, la pareja de jóvenes, que empiezan interpretando el riguroso papel que de ellos se espera, y no hay nada más guionizado y bidimensional que la vida de los recién casados. Aunque pronto Rose se desvincula de esta capa para ascender a la superior, ors-société, creada y habitada por Shirley y con la que Stanley, en calidad de hombre libre y progre, juguetea sin repercusión. Es desde este estrato, ultra-teatralizado, que permite tragedia, musical y un toquecillo de terror, que se trabaja para derrocar –para bien o para mal– la estabilidad que la civilización ha impuesto sobre los jóvenes; y esto, paradójico como pueda sonar, acaba por verse como algo en el fondo positivo. Ya lo apuntaba Decker en Madeline’s Madeline: la máscara es un camino perfecto para llegar a «la verdad».

De forma continuista a esa sorprendente oda a la complejidad teen, Shirley explora la tensión evidente entre la persona que es Rose y el personaje que es Paula, o viceversa, el personaje que interpreta Rose y su verdadera faz, Paula; ahí queden las grandes desestructuraciones de la lógica narrativa que son los ramalazos en abyme que la escritora imagina alrededor de la Rose-real y la Paula-ficcional, o escenas tan brillantes como la de las setas en el bosque, donde Shirley pone de manifiesto su poder como demiurgo o jefa de ceremonias en la vida de la joven. La directora de Flames, ese documental que registraba toda su relación con Zefrey Throwell, conoce bien el poder del personaje como signo, y juega en casa cuando habla de la relación de estrecha dependencia mutua entre actor, carácter y director. Lo dice Shirley, «esta vez duele más que las otras». Al final de la película, Rose y ella han construido algo bien potente: puede que ni sano, ni bello, pero ciertamente esclarecedor. Conocemos a Rose como un personaje bidimensional, entregado felizmente a una lógica freudiana que la oprime incluso más que el corsé social, que no es poco. Y, a pesar de todo, o gracias a ello, la joven acaba convirtiéndose en alguien tridimensional, capaz de matar a su doble y a sus dudas. La mastodóntica Jackson (y, como hablamos de constante metaficción, quizás también la película homónima) ha sido la mejor de las mentoras. Pero «esta vez duele más que las otras»: no cerramos la cinta con Rose, sino con Shirley y Stanley, sentados en la mesa, a punto de cenar. Todo ha cambiado, pero todo sigue igual. Conocemos la historia de Shirley, sabemos cómo acaba y, por ello, este final es especialmente desolador.