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Abril de 2024
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Opinión y Actualidad

La polarización necesaria

En la década de 1990 se confiaba en el avance imparable de la democracia y la paz mundial. La implosión de la Unión Soviética coronaba años de evolución a paso firme hacia la instauración de democracias liberales en todo el mundo. Sólo era cuestión de tiempo.

03/06/2023

Por Yanina Welp, en diario Clarín
Las transiciones habían ocurrido en los países del sur de Europa – Grecia y Portugal en 1974, España en 1978– ; en América Latina – comenzando por Republica Dominicana y Ecuador en 1978, en una ola que se extendió a toda la región, dejando al margen sólo a Cuba–; y en los países del Este de Europa – Hungría en 1989, Polonia en 1990, a los que se sumaron otras naciones posteriormente.- El fin de la historia (Fukuyama dixit). ¿Ilusión, arrogancia o extrema superficialidad?

En su análisis de las transformaciones vividas en el mundo postcomunista, Una luz que se apaga. Cómo Occidente ganó la guerra fría pero perdió la paz, Ivan Krastev y Stephen Holmes ponen el dedo en una llaga que por entonces pocos vieron: el reemplazo de la división del mundo entre comunistas y liberales por una división entre “imitadores” e “imitados”.

Los imitadores debían seguir el trazado de un Occidente (la Unión Europea) que los miraba con superioridad moral. Además de la humillación que esto podía producir, no había alternativas. Pensamiento único guiado por una razón cargada de credenciales técnicas para imponer estructuras institucionales y económicas como si sólo hubiera un camino.

Por aquellos años, esa ausencia de alternativas en la mesa de quienes tenían poder para gobernar también avanzaba en Occidente, con unas izquierdas postcomunistas que abrazaron los valores del liberalismo para ponerle “un rostro más humano”. Si no hay alternativas, no hay política. En ese marco puede entenderse la pérdida de afiliados en sindicatos y partidos y el aumento de la abstención electoral.

Antes del populismo y la derecha radical, fue la tecnocracia la que negó el valor de la política y erosionó las redes sociales que hacían más fuerte la democracia. Fuerte responsabilidad les cabe a los organismos de crédito internacional generando esta ausencia de alternativas. Las consecuencias de los ajustes estructurales fueron el caldo de cultivo de los populismo latinoamericanos de las últimas décadas.

Viktor Orbán en Hungría supo leer las claves de época para ofrecer un proyecto político que devolvía el orgullo a quienes se percibían como perdedores en el avance de la integración europea. Los que no viajan, no hablan inglés, aquellos cuyas habilidades entran en competencia con los inmigrantes con los que compiten por pagas menguantes, en puestos poco calificados, y por las ayudas en los comedores de las escuelas.

Su modelo de democracia “iliberal” (como el mismo Orbán lo califica), tan contradictorio como pueda parecer, dio una respuesta a la incertidumbre de quienes percibían que se iban quedando fuera, y se sentían despreciados por las élites progresistas e ilustradas que negociaban en Bruselas.

En 2023 tenemos una guerra en plena Europa y han aumentado los países que caminan hacia el autoritarismo. La ausencia de programas de los ‘90 ha dado paso a un creciente número de alternativas radicales y antisistema, variopintas, libertarias o ultranconservadoras.

Pasamos de la limitada polarización ideológica a una creciente polarización tóxica. ¿Renuevan la política y por ende la democracia estas alternativas? Los conceptos se mezclan y poco se puede entender si no se tiene claro de qué se habla.

Cierta polarización ideológica o programática cumple muchas funciones positivas en el sistema político: sobre todo, aporta opciones y permite diferenciar entre las mismas.

La llamada polarización afectiva es aquella que puede superponerse a distinciones ideológicas pero, sobre todo, refiere a la creación de grupos de pertenencia, identidades cerradas en las que quienes quedan afuera, “los otros”, son percibidos como enemigos. O sea, diferencias políticas que afectan las relaciones sociales, que generan choques en la sociedad.

Uruguay es uno de los países que menor polarización social muestra en la medición que hace el índice Varieties of Democracy. Sin embargo, sus partidos plantean opciones ideológicas claramente diferenciadas.

Ahí hay una clave. Extrema polarización ideológica impide acuerdos, ninguna polarización niega la política. La distancia programática entre partidos permite una oferta diferenciada a los votantes y ordena la discusión, sobre todo cuando las reglas del juego son aceptadas. Por eso es necesaria.

La polarización afectiva genera odios y es un caldo de cultivo para la violencia, por eso es indeseable. Si no se diferencian estos enfoques y se abordan de forma complementaria se llega a conclusiones erróneas.

Argentina hoy vive un impasse. Están tambaleando algunos de los pilares aspiracionales de la construcción nacional: un rol central del Estado compatible con principios liberales, educación pública, igualdad de oportunidades, inclusión social.

Sobre estos movimientos tectónicos se producen otros aún más graves desde el punto de vista de quien escribe: los posicionamientos morales (el lado del bien frente al del mal) o tecnocráticos (la receta de laboratorio que resolverá todos los problemas) desplazan a la política. Si la disputa es de “buenos vs. malos”, “la verdad vs. mentiras”, poco espacio hay para el acuerdo. El problema no es disentir, el problema es no poder hablar.

(*) Yanina Welp es politóloga. Investigadora en el Albert Hirschman Democracy Centre, Graduate Institute, de Ginebra