Tras ‘Más que nunca’, Emily Atef se sumerge de nuevo en un universo de emociones desmedidas que no presagian nada bueno y que protagonizan Marlene Burow y Felix Kramer.
Por Mariona Borrull
Para Fotogramas
De la tremenda (que no tremendista) parquedad de ‘Más que nunca’, conjurada toda para ligarnos a un presente estricto, a las maneras estilizadas de ‘Algún día nos lo contaremos todo’, desmayada bajo el filtro amarillo-verdoso de los recuerdos que guardamos un poco a nuestro pesar. Emily Atef sigue explorando las media-vueltas de la vida, siempre apostando por replicar desde el cine el oleaje emocional de sus protagonistas. Por ello, parece que le importara lo más mínimo empaquetar en una narrativa interesante el tortuoso ‘affaire’ entre una chica joven y el granjero de al lado, en la postrera Alemania Oriental.
Para abandonarse a la gestualidad de la memoria, Atef se zambulle en los campos de centeno y se rinde a los (supuestos) arrebatos de una Marlene Burow del todo inexpresiva y de Felix Kramer, ahora corderito perplejo, ahora bestia sombría. Sus encuentros sexuales (bordeando la violación) son imposibles de rehuir; eso nos chivan, mientras nos preguntamos cuántas ensaladas de patatas quedan para salir de la sala.
Para abrir el baúl de los tiempos pasados, pero no siempre mejores.