A veces los días, los años, el tiempo, parecen quedarse quietos en una fecha, como si allí estuviera el principio, el fin o la duda del mundo.
Por Juan Cruz, en diario Clarín
El mundo ha enloquecido y ahora mismo es peor, por ejemplo, que en 1972. A veces los días, los años, el tiempo, parecen quedarse quietos en un sitio solo, en una fecha. A mí me entró hace algún tiempo la sensación de haberme quedado en 1972, como si allí estuviera el principio, el fin o la duda quieta del mundo.
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Viví soñando en que el porvenir me iba a enseñar, en el periodismo, en la literatura, en la vida, elementos para saber más, en mi oficio, en los amores, en la vida, que lo que ya supe, y ahora encuentro que casi todo lo que sé de nuevo no vale tanto como aquellas noches y aquellos días del año que ahora me parece tan grato, o por lo menos tan inesperado.
Viajar a ese año, escucharlo, hacerlo revivir, no ayuda a nada, pero la evocación a veces devuelve nombres propios, hechos, que ayudan a entender para qué sirve la memoria: para romper el espacio de tiempo en el que vamos navegando, y quedarnos, si nos da la gana, en un sitio concreto que ya no existe más, pero en el que vivimos todavía como si fuéramos jóvenes llegando al lugar donde nos esperan el amor o la duda, u otro tiempo.
Esto era en París y yo estaba en un coche ajeno, yendo de un lado al otro de la noche oscura de aquel verano. Escuchábamos por la radio la crónica de la rendición de Richard Nixon, agotado de decir mentiras sobre el Watergate.
Aquel suceso marcó el mundo, aquel mundo tan norteamericano. Era la explicación de una falacia de la que hicieron historia dos periodistas, Bob Woodward y Carl Bernstein, encarnados luego para el cine por Dustin Hoffman y el recién fallecido Robert Redford. Era una película en la que queríamos estar todos los periodistas, como para cumplir la ilusión de un oficio que todavía se hacía con bolígrafo y preguntando, como si no supiéramos nada y todo tuviéramos que preguntarlo en una libreta de apuntes.
Era, no lo olviden, 1972. Muchos años después de aquella noche en París conocí en Washington, y ya no era director del Washington Post, a Ben Bradlee… Me recibió en una habitación en la que sólo había retratos de otros, y él había sido el hombre del Watergate, el que le dijo a aquellos chicos cómo tenían que buscar, si eran profesionales, lo que de veras pasó con Nixon. Tenían que buscar y callarse la información hasta que estuvieran seguros de que unas cosas y las otras eran, al fin y al cabo, un retrato de la verdad.
Esa noche en París escuchábamos los detalles del suceso del Watergate y la dimisión de Nixon como si esa crónica fuera nuestra. Entonces nosotros vivíamos sintiendo que de Norteamérica venía todo, también el periodismo, y tan sólo teníamos que transcribirlo. De América también venía la ruindad, era obvio, y la mentira también venía del mismo sitio. Y la belleza, y el cine, y el Oeste, y Nixon.
El Watergate fue un desastre para los Estados Unidos y una lección, al menos, para el periodismo mundial, que entonces debió pararse para salir del sueño del que nos reclamaba el oficio: mira libro de Estilo para saber qué dices y cómo explicas lo que sabes.
De América había venido, pues, el Watergate, una exigencia a la que debíamos referirnos los periodistas, y el nombre de un hotel que después fue la señal que se le dio a cualquier fábrica de mentiras que naciera en cualquier parte, también donde vivíamos.
Yo vivía entonces en Tenerife, y había estado en Londres tras un amor y en busca del extranjero. El extranjero era entonces, además del título más entrañable y cercano de Albert Camus, algo inasible, como el amor nada más salir de la adolescencia y está a punto de esfumarse el primer gesto de abrazo o de escapada.
El amor sigue siendo mi mujer, Pilar, y conocí en Londres a mucha gente ese verano de 1972, la primera vez que hacía un viaje más allá de las islas y de la Península. Me dieron cobijo en un lugar para médicos, hasta que se dieron cuenta que yo era tan solo un joven periodista. Fui por barrios y por cines, y vi, por ejemplo, La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, basada en la impar escritura de Anthony Burgess, al que entrevisté una vez por teléfono, estando él en su casa inglesa y yo en una cabina de El País, en Madrid. Crueldad y genio, cineastas de gran calado. Futuro. El mundo estaba cargado de futuro y eso se veía en los cines.
Me pareció haber llegado a la modernidad desde la taberna pobre del único territorio, con Portugal, que tenía dictador en Europa, si descontamos la Unión Soviética. Caminar por Londres, y luego por París, por Neuchatel, por Milán o por Florencia, o por Amsterdam, era como beber agua de un manantial diverso, en el que no sólo había agua sino también gente nueva.
En Ámsterdam esperé paciente en la plaza del Bolsa a que no pasara nada, y de pronto vi llegar a mi altura, desde lejos, a Julio Cortázar. Cuando lo vi cerca, y era la primera vez que lo veía, medía a mi lado como dos metros, y yo sigo midiendo como la mitad. De aquello me acuerdo cada día, y cada día lo cuento de una manera distinta, como ya saben los que me leen, así que ahí dejo aquel momento que también dio lustre a mi vida en 1972.
En nuestro propio país era tan cutre todo, tan difícil. El mundo terrible de la dictadura de Franco era una cárcel intermitente. La policía nacional me impidió en principio el viaje al extranjero, porque yo había escrito en mi periódico isleño de entonces, El Día, un artículo que no le pareció patriótico al gobernador civil de la provincia. Luego me dieron un pasaporte para un solo viaje, y ahí empecé a saber qué mundo había por fuera.
Aquella experiencia tiene ese año, 1972, y de todo eso me venía acordando este último domingo viniendo de Biarritz, en un tren que tardó diez horas en hacer el trayecto que no requiere ni la mitad de ese tiempo. En 1972 no había esas tardanzas, pensé yo. De hecho, cuando fui a París desde Milán me pareció que iba de un celaje. Y por eso, por las distancias y por los años, me puse a pensar en aquel año en concreto, mientras la gente bostezaba la tardanza como si estuviera presa en un buque sin gasolina del pasado.
Ahí me puse a leer un libro bellísimo, del que les hablaré más otro día, Una mujer a quien amar (Galaxia Gutenberg) de Theodor Kallifatides, inmenso narrador, impresionante poeta, el autor griego, y después sueco, de Otra vida por vivir, que fue lo primero suyo que leí y que me cautivó para siempre como si el autor estuviera mezclando la música con el llanto y con un redescubrimiento: su idioma.
Después de años de exilio en Suecia un día recobró la pasión de escribir en su lengua, la de su madre. Sentí que ese, Otra vida por vivir, era un libro suyo insuperable. Ahora este que leí en el tren infinito me parece aún mejor, si cabe. Escribiré más de él, de este libro emocionante en el que me encontré con una especie de hermano gemelo que nació en Grecia y podía haber sido canario como cualquiera de los muchachos que me acompañaban en el barranco del que vengo.
En fin, 1972. En uno de esos momentos en que subraya lo que él iba recordando, de su vida, de sus padres, de sus amigos, de sus amores, de su gente, escribí algunas señales de mis recuerdos. Ahí se quedó el título de esta crónica (La eternidad por fin comienza un lunes, un título que Eliseo Alberto tomó para una novela suya de un poema de su padre, Eliseo Diego) y algunas consideraciones actuales que se quedaron en las páginas en blanco que tiene el hermoso relato del gran escritor griego: “Trump quiere la inmunidad total y un día dictará que él no es reo de morir. Alguna vez se habrá de resignar, pero querrá morir matando”.
Eso escribí, consciente de que, en efecto, 1972 fue mejor, otro tiempo, pero no sé hasta qué punto aquel hombre, Richard Nixon, tan golfo, tan mentiroso, no le habrá regalado desde el más allá (es decir, desde 1972) algunas mentiras o algunas añagazas de aquel tiempo en que Estados Unidos le daba lecciones al mundo y el mundo se las creía.