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Opinión y Actualidad

Un tema tabú detrás de la primera victoria por goleada del Gobierno

Ni los más optimistas esperaban que la ley de presupuesto 2026 fuese aprobada con el voto de 46 de los 72 senadores nacionales, cuando el bloque de La Libertad Avanza solo tiene una veintena de miembros.

Hoy 05:07

Por Fernando Laborda, en diario La Nación
Fue la primera goleada parlamentaria a favor del Gobierno. El festejo oficial ante el primer presupuesto sancionado por el Congreso en dos años de gestión de Javier Milei pareció dejar atrás el sabor amargo que había provocado en el partido gobernante la media sanción en la Cámara de Diputados, luego de que la oposición impusiera su rechazo al capítulo de la iniciativa que propiciaba la derogación de las leyes de financiamiento universitario y de emergencia en discapacidad, y de que esa situación haya llevado al propio Presidente a pensar en vetar la norma si se aprobaba como finalmente salió.

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Hasta pocas horas después de la media sanción en Diputados, en la madrugada del jueves 18, voceros del oficialismo se lamentaban de que se había aprobado un presupuesto “deficitario”. ¿Qué ocurrió para que, ocho días después, con la convalidación de la ley por el Senado, el oficialismo celebrara la sanción de un presupuesto “sin déficit”? Sencillamente, el Gobierno reasignará partidas presupuestarias o bien utilizará los recursos excedentes que podrían quedarle por una inflación que probablemente termine siendo mayor a la del 10,1% prevista -para muchos alegremente- por el presupuesto. Hay quienes en el Gobierno se ilusionan, además, con un crecimiento económico levemente mayor al 5% pautado por la ley para 2026, lo que descomprimiría las tensiones.

No había posibilidad de dar marcha atrás aunque la ley distara de ser perfecta. La sanción del presupuesto por el Congreso era una virtual exigencia del FMI para concederle al Estado argentino un “waiver” o perdón por el incumplimiento de las metas en materia de acumulación de reservas. Milei aceptó resignar una parte -las derogaciones de leyes que considera incompatibles con el equilibrio fiscal- en pos de asegurar el todo y brindar una señal de gobernabilidad tras dos años sin la llamada ley de leyes.

Si hay algo que el gobernante desea obtener pero advierte que no puede conseguir, lo peor que haría es mostrar su desilusión y quejarse de su fracaso. Una táctica mucho más inteligente consiste en simular que, en realidad, nunca lo necesitó. A veces tal actitud puede ser considerada como una reacción propia de personas débiles, pero en rigor es la táctica de los poderosos.

Como señaló Nicolás Maquiavelo, no hay nada más difícil de llevar a cabo, ni de éxito más dudoso, ni más peligroso de manejar, que la implementación de un nuevo orden de cosas. Aunque todo el mundo comprenda la necesidad del cambio, el ser humano es hijo de la costumbre. Demasiada innovación puede resultar traumática y llevar a una rebelión.

Quizás la mayor satisfacción que recibió el primer mandatario en la noche del viernes último en el Senado se produjo cuando, durante la votación en particular, con el apoyo de 42 legisladores -más del doble de los miembros de La Libertad Avanza-, se aprobó el capítulo II del proyecto presupuestario. Este capítulo incluía la derogación de normas que fijan una inversión mínima obligatoria del 6% del PBI en educación y una inversión que progresivamente debería llegar al 1% del PBI en ciencia y tecnología. Fue una revancha de los libertarios en términos de una batalla cultural que el oficialismo venía perdiendo inexorablemente desde aquel golpe al hígado que representó para Milei la multitudinaria marcha en defensa de la universidad pública y en contra del veto presidencial a la ley de financiamiento universitario, rechazado por un Congreso en el que, por entonces, el mileísmo no hacía pie.

Como era de esperar, desde el kirchnerismo se acusó al Gobierno de pretender “reventar el sistema educativo argentino”. Pero lo cierto es que, desde la sanción de la ley de financiamiento educativo, en 2006, aquella meta del 6% solo se cumplió una vez, en 2015. En los restantes años, su aplicación fue parcial o directamente incumplida. A eso hay que añadir que el aumento del gasto no se tradujo en mejores resultados educativos; así lo demuestran evaluaciones nacionales como las pruebas Aprender o internacionales como las PISA. El problema, por lo tanto, no pasa solo por cuánto se invierte, sino por cómo se asignan esos recursos.

La cuestión del financiamiento universitario, si bien hoy puede parecer resuelta en favor de la oposición política y de los grupos que militan por la universidad pública y gratuita, ofrece un largo debate por delante, aunque para muchos sea un tema tabú. Se suelen demandar aumentos presupuestarios, como si el dinero cayera del cielo. Casi nadie se atreve a considerar si no resultaría más justo que estudiantes de familias de altos ingresos y extranjeros abonen un arancel que permita becar a estudiantes con bajos ingresos.

Del mismo modo que ciertas provincias solicitan más aportes del Tesoro Nacional esgrimiendo que no pueden mantener sus caminos destruidos, pero son incapaces de ajustar sus excesos burocráticos en plantas de personal que han crecido desmedidamente, otros sectores demandan mayor presupuesto para las universidades sin decir de dónde saldrán los fondos.

La demagogia se cuela muchas veces en esta discusión. Aunque la Argentina tiene más estudiantes universitarios que Brasil y Chile, estos dos países la superan en porcentaje de graduados. El número de estudiantes cada 10 mil habitantes era en 2021 de 557 en la Argentina, de 408 en Brasil y de 355 en Chile. Sin embargo, el número de graduados cada 10 mil habitantes es de 61 en Brasil, de 55 en Chile y apenas de 31 en la Argentina, según un trabajo del Centro de Estudios de la Educación Argentina de la Universidad de Belgrano.

Otro dato relevante es que, a pesar de la gratuidad universitaria, apenas se gradúa uno de cada cien estudiantes provenientes del quintil más pobre de la población argentina. El 70% de los alumnos que se reciben en la universidad pública pertenece al 20% de las familias con mayores ingresos.

Se confirma así que ni siquiera la gratuidad beneficia a los jóvenes de menores recursos. El debate sobre la gratuidad, en rigor, es falso cuando siempre hay alguien que termina haciéndose cargo de los costos, dado que los fondos públicos provienen de los impuestos que paga la ciudadanía. Pocos se preguntan por qué todos los contribuyentes deberían financiar a estudiantes que se encuentran en condiciones de pagar un arancel razonable por su educación superior, cuando ese financiamiento público no permite alcanzar tasas de graduación satisfactorias entre los estudiantes de más baja condición socioeconómica.

De lo que se debe tratar es de buscar alternativas superadoras que vayan más allá de soluciones voluntaristas sustentadas en recursos de un Estado que debe dejar definitivamente atrás el déficit fiscal, sin olvidar al mismo tiempo que los países que más han crecido son aquellos que, sin desdeñar el aporte del capital privado, más han invertido en educación y promoción de la investigación científica.