El cineasta ambienta en Grecia su nueva película, cuyo reparto completa con Aida Folch.
Por Pablo Vázquez
Para Fotogramas
Afirmaba François Truffaut que la vida era la pantalla. Tamiz idóneo para entender el cine de Fernando Trueba, tan pendiente de la cita y la autocita, tan interesado por espacios que son más simulacros que lugares, tan volcado en ejercicios de estilo y memoria cinéfila que, cuando alcanzan la diana, nos convierten en feligreses de la grandeza del celuloide como trasunto de la experiencia (recientemente, las espléndidas ‘El artista y la modelo’ y ‘El olvido que seremos’). Como el seno de esta isla griega, cofre de secretos, un ‘no lugar’ donde unos espectrales personajes hallan un espejismo romántico que, desde sus primeros compases (gran trabajo de Zbigniew Preisner), huele a crispación y muerte.
Los amantes extranjeros
Obra que transita, con exquisito ojo por el detalle, de Hitchcock al sentido tr gico de Nicholas Ray, de Highsmith a Charles Williams, ‘Isla perdida (Haunted Heart)’, escrita por su director junto a Rylend Grant, deslumbra en su primera hora. En el inicio de ese romance marcado por el signo de lo fatal, Aida Folch (inmensa actriz, como aquí demuestra) parece un personaje de screwball comedy o de un libreto de Woody Allen, perdida en el recodo más inhóspito del mapa, donde se enamora de un sobrio Matt Dillon que consigue extraer la ambigüedad precisa de la figura del hombre con pasado. Trueba, sabio ratón de filmoteca, halla el confort del luminoso cine de Renoir, y adereza la senda con guiños a su ciclo musical, en el personaje de Juan Pablo Urrego, que se llama precisamente Chico, como Buarque. Cuando la placidez de ‘Diario de una camarera (Memorias de una doncella)’ (J. Renoir, 1946) deja paso a las sombras de ‘Stromboli, tierra de Dios (R. Rossellini, 1950)’, la aventura se torna, no menos eficaz, pero sí un tanto agarrotada. A este crítico le habría encantado ver cómo su director recuperaba la turbidez orgánica de su mejor película, ‘El sueño del mono loco’ (1989), pero intenciones y tono son distintos, no tan perversos. Queda un experimento inquietantemente sombrío y viceversa, tan imperfecto como sus protagonistas y tan engañoso como ese refugio que no es tal, como vano resulta huir de ese pasado que no perdona y trascender el fin del romance. Quizá Truffaut también estuviera equivocado; ni siquiera el cine podrá salvarnos.
Para quienes valoren más la sabiduría de una mirada que los flecos del relato