Jalmari Helander vuelve como guionista y director de la segunda entrega de 'Sisu', acción brutal, directa y sin adornos, en la que también repite Jorma Tommila de protagonista.
Por Blai Morell
Para Fotogramas
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Cuando uno acude a una sala a ver una salvajada como esta, debe ser con ánimo de concursante del 'Un dos tres' ante la disyuntiva de plantarse o seguir y arriesgarse a irse a casa con la Ruperta o con el apartamento en Torrevieja al final de la subasta: "Hemos venido a jugar". Porque después de ver 'Sisu', es evidente que la segunda parte no va a convertirse en una de Kaurismäki, aunque algo haya de nuestro finlandés favorito: aquí tampoco se habla mucho. En esta secuela hay más de lo mismo. Y es más: el espectador debe aceptar que pulpo es un animal de compañía para disfrutarla como sangrientamente se merece.
El protagonista regresa convertido en un mito andante, mitad John Wick con artrosis, mitad Väinämöinen con resaca de mil años, pero a diferencia de la primera parte, aquí hay una venganza, un ajuste de cuentas de por medio como escueto leit motiv. La secuela nos devuelve a Aatami Korpi (Jorma Tommila), ese exsoldado de las fuerzas especiales que, tras su sangrienta odisea con el oro y los nazis, decide que el mejor homenaje a su familia asesinada es desmantelar su antigua casa, tronco a tronco, cargarla en un camión y llevársela a un lugar seguro. Sí, han leído bien. La casa. El problema, claro, es que el camino está plagado de nuevos y genéricos enemigos, ahora son los rusos encabezados por un Stephen Lang que sabe donde se ha metido, que, por algún motivo, no han aprendido la lección de sus predecesores: no meterse con él.
Hay algo profundamente honesto en que una película finlandesa de 2025 siga utilizando la Segunda Guerra Mundial como patio de recreo para destripar soldados: es como si el país, ochenta años después, todavía estuviera cobrando la factura con intereses de demora. Aunque en realidad, si nos atenemos a lo que está pasando a día de hoy, con Rusia presionando a los países del entorno, no sería nada loco hacer una lectura más actual –la reacción de la embajada rusa en Finlandia ante la historia que explica la película así lo apunta–. Pero que nadie se nos despiste: esto no es cine histórico, es un exploitation con un presupuesto decente, mayor que en la primera.
La película es, en esencia, un ejercicio de estilo que se regodea en su propia salvajada. Aquí nadie pretende reinventar el cine de acción; más bien se trata de demostrar que incluso lo bruto puede tener estilo si se ejecuta con convicción. De hecho, es en ese equilibrio entre exceso y simplicidad donde la película encuentra su ritmo. Las secuencias se enlazan sin grandes explicaciones, pero con un impulso constante que evita que la narración se desmorone.
Hay una especie de coherencia primitiva en la manera en que se suceden los enfrentamientos, casi como si la película confiara en que el público no necesita mapas, solo la dirección. Y, contra todo pronóstico, ese planteamiento aporta cierta fluidez. Además, los pequeños destellos de humor, secos, puntuales, nunca invasivos, actúan como un alivio necesario, recordando que el universo 'Sisu' nunca ha pretendido disfrazarse de tragedia épica.
Cierto es que la trama es fina como el papel de fumar, y que avanza por inercia, como si Helander tuviera tanta prisa por llegar a la siguiente pantalla que se olvidara de que también hay que contar algo. No pide uno un drama bergmaniano, pero sí un mínimo de sorpresa narrativa que no sea "aparecen más soldados rusos, Korpi los mata de formas cada vez más locas". Pero aun así, funciona. Y funciona porque abraza su propia estupidez gloriosa sin complejos y porque conserva esa cualidad tosca y casi artesanal que la hace funcionar, aunque sea más previsible que el parte meteorológico en Laponia.
Esta secuela no supera a su predecesora, pero tampoco lo pretende: es un chute de adrenalina pura, un ejercicio de cine de evasión que cumple con creces su cometido de ofrecer escasa hora y media de acción sin cuartel. Porque esto no es cine de tesis, es cine de catarsis. Es el equivalente cinematográfico a abrir la nevera a las tres de la mañana, sacar el tupper con medio pollo frío pero aún grasiento, meterlo dos minutos en el microondas y devorarlo: no es finolis, ni es sano, pero joder, qué bien que sienta.
Para fans de la acción brutal, directa y sin adornos.