Es necesario mantener los anticuerpos activos para evitar contagiarnos del virus de reversión democrática que están experimentando muchos países de la región y del mundo.
Por Sergio Berensztein, en diario La Nación
La gran ola de democratización que surgió luego de la Segunda Guerra Mundial vive desde hace un buen tiempo un proceso de preocupante erosión que se vislumbra tanto en países con sistemas políticos maduros como en aquellos con procesos de democratización más recientes. La democracia parece crujir y hasta sufrir reversiones en contextos con trayectorias de convivencia y cooperación frondosos, en otros con transiciones muy exitosas y, menos sorprendente, en casos menos asentados. Así, las “promesas incumplidas de la democracia” a las que hacía referencia Norberto Bobbio, en especial en términos socioeconómicos, sumadas a las “batallas culturales” por imponer narrativas que involucran nuevos valores y principios morales y hasta religiosos, junto con la aparición de nuevos liderazgos outsiders y los procesos de captura del Estado por parte de intereses privados explican la proliferación de conceptos como recesión democrática, autoritarismos de nueva generación o ascenso de “neofascismos”. La crisis se ve muy severa, similar a la sufrida hace casi un siglo, con el desafío de regímenes no democráticos tanto por derecha como por izquierda.
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En perspectiva comparada, la Argentina constituye un caso al menos intrigante: caracterizada por la debilidad de sus instituciones y por un aparato de Estado que fracasa en brindar los bienes públicos esenciales (seguridad, justicia, salud, educación, infraestructura física básica y cuidado del medio ambiente), con un duro pasado de inestabilidad política y golpes militares, su sistema democrático es estable y goza de una gran legitimidad. De hecho, no experimentamos grandes problemas de gobernabilidad en los últimos 25 años y en la crisis de 2001 hubo un esfuerzo por sostener las reglas del juego vigentes y garantizar la continuidad del orden institucional. Se superó un test fundamental con el “vamos por todo” de CFK en 2012, un proyecto de corte hegemónico y autoritario con derivaciones en términos de alianzas internacionales (memorándum con Irán), derrotado en las urnas en 6 de las 7 elecciones que lo sucedieron. Y acaba de atravesar otra prueba crítica durante los primeros dos años de gestión de Javier Milei: un oficialismo con una debilidad extrema y sin precedentes en ambas cámaras del Congreso, sin gobernadores propios y con un puñado de intendentes fue capaz de navegar las siempre difíciles aguas de la política nacional, desplegando objetivos muy ambiciosos y logrando implementar una parte significativa de su política de estabilización económica. Además, estamos entre los países del mundo que más apoyan el orden constitucional, con el 75% de la ciudadanía, según sondeos recientes. Esto se mantiene aun cuando en términos materiales el país está mucho peor que al comienzo de la transición a la democracia. También sobrevive al debilitamiento del viejo orden partidario y conflictos muy intensos que polarizaron ideológica y fácticamente a buena parte de la sociedad. Al contrario de lo que ocurre en otras democracias, como Estados Unidos, donde estas pujas profundas contaminaron la institucionalidad electoral con recelos por parte de ambos partidos, la Argentina fue capaz de “soldar” esta esfera institucional elemental para cumplir con el propósito de seleccionar el personal (la dirigencia) gobernante. Adam Przeworski afirma que la ausencia de actores relevantes que cuestionan a la democracia es el mejor síntoma de consolidación: “El único juego político posible”. Esa es la descripción más acertada que puede hacerse luego de 42 años de continuidad institucional.
La solidez democrática argentina es un fenómeno multicausal. Las anacrónicas controversias en torno a la designación de un militar en ejercicio en la cartera de Defensa denotan que la dramática experiencia sufrida durante la última dictadura militar, en especial por las violaciones a los derechos humanos aunque también por la incompetencia evidenciada en el desmanejo de la economía, continúa generando un basamento muy sólido, una pulsión vital hacia el orden constitucional. Además, uno de los pilares institucionales que explican nuestra novedosa cultura política democrática es la confianza que genera el conjunto del sistema electoral. En más de cuatro décadas no hemos tenido en el nivel nacional una sola experiencia traumática en términos de su legitimidad y transparencia. Siempre hubo alguna sospecha, especulación o reclamo puntual, pero aun en elecciones muy reñidas no aparecieron cuestionamientos respecto del resultado. Esto ocurre a pesar de que carecemos de una agencia independiente del poder político que regule el proceso electoral. Es decir, los gobiernos de turno están a cargo de administrar las elecciones con la permanente supervisión y control de la Justicia Electoral, y sin embargo esto no ha generado sospechas consistentes, a pesar de la desconfianza y las quejas que en general tiene la ciudadanía respecto del funcionamiento del poder judicial.
De cara al futuro, el principal desafío de nuestro sistema político consiste en preservar (y fortalecer) esta cualidad. Quedan algunas materias pendientes, como mejorar la regulación sobre el uso de las redes sociales en la arena pública, en especial durante las campañas electorales, o revisar el origen de los fondos que sostienen la política. El clima de época y la narrativa del gobierno de LLA constituyen un vector que implicaría reducir o incluso eliminar el financiamiento público de partidos y de campañas. Más allá de los discursos, es imperioso debatir con criterio y seriedad este tema y garantizar un papel nivelador del Estado, para que establezca límites al uso de recursos económicos, sobre todo cuando las campañas electorales recurren formal e informalmente a proveedores de tecnología y estrategias para redes sociales del exterior, que suelen pasar por debajo del radar de las autoridades de control competentes.
Respecto de la regulación de las campañas electorales, en la Argentina está vigente la de 2009. Luego de la dura derrota electoral del kirchnerismo en los comicios de mitad de término de mediados de ese año y habiendo efectuado un minucioso análisis de los motivos por los cuales una coalición opositora liderada por Francisco De Narváez, que incluyó importantes sectores del peronismo bonaerense, había organizado una campaña tan exitosa, el gobierno de Cristina Fernández impulsó cambios significativos en la legislación electoral y en la de medios de comunicación. Esta (contra) “reforma política” se centró en modificar el sistema electoral y la representación política con un objetivo restrictivo y de control ante la amenaza de surgimiento de fuerzas alternativas por fuera del sistema de partidos tradicional. Si bien las redes ya habían irrumpido en el mundo de la comunicación, el foco estuvo puesto en los medios tradicionales. Una década más tarde hubo un intento de regular la contratación de publicidad en las redes sociales como parte de las estrategias de campaña, en el marco de la nueva ley de financiamiento político (27.504, promulgada el 31/5/2019). Tenemos, por lo tanto, pendiente una normativa específica en la materia que aborde cuestiones vitales para el normal y justo desarrollo de los procesos electorales, en especial, obstaculizar las campañas de desinformación y garantizar la equidad de acceso.
La democracia argentina, a pesar de sus evidentes problemas y de la enorme cantidad de promesas incumplidas, goza de buena salud. Irónicamente, un agudo observador de nuestra realidad aseguró en estos días: “Es una democracia con poquitos demócratas”, y cuánta razón tiene. Sería un error dormirse en los laureles: es necesario mantener los anticuerpos activos para evitar contagiarnos del virus de reversión democrática que están experimentando muchos países de la región y del mundo.