El problema subyacente de nuestro tiempo no es la pugna entre la izquierda y la derecha, tal como las conocimos. Hay un cambio más profundo.
Por Constanza Mazzina, en diario Clarín
La contundente votación que lleva a José Antonio Kast a la presidencia en Chile ha provocado un temblor en el panorama político latinoamericano. Sin embargo, catalogar este fenómeno meramente como un “giro a la derecha” sería una simplificación superficial que evade la verdad más profunda: la victoria de Kast es, ante todo, un voto de castigo masivo y una manifestación del profundo hartazgo ciudadano ante los fracasos y la postura moral de una porción significativa de la izquierda regional.
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El fenómeno chileno no es un caso aislado. Es el síntoma más reciente de una crisis que afecta a una izquierda que se ha atrincherado en una retórica recalcitrante y se ha cargado con un lastre moral insostenible. Su inconsistencia moral la ha expresado la contendiente de Kast en la segunda vuelta, Janette Jara, que al referirse al Premio Nobel de la Paz, Maria Corina Machado, dijo: “Yo no la conozco, solo sé lo que llega por la televisión y sé que ha tenido ciertas intentonas golpistas.”
Durante décadas, la izquierda ha capitalizado el debate sobre la desigualdad y los problemas sociales de la región. Pero una vez en el poder, en lugar de enfocarse en la seguridad pública, la contención de la inflación y la mejora de los servicios básicos -para dar respuesta a aquellos problemas-, han priorizado agendas identitarias o discusiones refundacionales que, a menudo, se han desconectado de las urgencias diarias del ciudadano común. El resultado es que las promesas se diluyen en el pantano de la inoperancia administrativa y la corrupción constante.
El punto de inflexión más dañino para la credibilidad de la izquierda regional es su solidaridad automática y cómplice con las dictaduras y regímenes totalitarios. La defensa, el silencio o la minimización de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos y la crisis humanitaria provocadas por figuras como Nicolás Maduro en Venezuela o Daniel Ortega en Nicaragua han generado una grieta ética que el electorado democrático ya no está dispuesto a ignorar.
Cuando líderes progresistas en Chile, Colombia o México se niegan a condenar categóricamente el éxodo venezolano o la represión en Cuba, se despojan automáticamente de su autoridad moral para hablar de democracia y libertad. Esto los coloca en el campo de la “izquierda retrógrada”, anclada en una lógica ideológica de la Guerra Fría que privilegia la lealtad al bloque sobre los principios democráticos fundamentales.
La elección de Kast, por lo tanto, no es simplemente un viraje ideológico, sino un grito de protesta contra esa izquierda que ha elegido a un dictador como aliado antes que a la víctima, y que ha abrazado narrativas desfasadas en lugar de los valores democráticos que dice representar.
Lo más revelador del actual desencanto es la denuncia selectiva que ha adoptado la izquierda: mientras claman contra las autocracias del pasado, su silencio ante la represión en Cuba, Nicaragua o, de manera notoria, el régimen de Nicolás Maduro, desnuda un doble estándar moral que reduce la defensa de los derechos humanos a una simple herramienta ideológica.
El resultado chileno es un espejo que desnuda la crisis progresista regional. La victoria de Kast (o incluso su fuerte posicionamiento) representa la factura que se le cobra a la izquierda por su inconsistencia moral al defender o callar sobre los tiranos.
El problema subyacente de nuestro tiempo no es la pugna entre la izquierda y la derecha como las conocimos, sino la elección existencial entre dos visiones contrapuestas del ser humano y la sociedad: ¿Avanzamos hacia la libertad individual y la responsabilidad, o retrocedemos hacia el colectivismo y la dependencia estatal? La victoria de figuras como Milei y ahora Kast es simplemente el síntoma de una ciudadanía que comienza a intuir (y asumir) que el verdadero progreso se encuentra en afirmar la autonomía y decir sí a la libertad.