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Opinión y Actualidad

Aquella reforma laboral que volteó un senador solitario

Casi todos los gobiernos de las últimas cuatro décadas intentaron cambiar la legislación del trabajo. Ninguno logró sostener una reforma duradera.

Hoy 05:03
Raúl Alfonsín y el entonces Secretario General de la CGT Saúl Ubaldini. La organización sindical le hizo 13 paros al gobierno radical.

Por Pablo Mendelevich, en diario La Nación
En ciertas ocasiones el accionista minoritario de una empresa se puede convertir en alguien muy poderoso. Sucede cuando dos grandes grupos societarios, cada uno con casi el 50 por ciento, se enfrentan por una decisión crucial, por ejemplo, una fusión. El accionista minoritario puede entonces tener que actuar como árbitro; florece con un vigor ficticio, un vigor prestado por las circunstancias. Será quien defina la partida.

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Algo así ocurre también en parlamentos que tienen dos bloques o coaliciones importantes pero carecen de una mayoría hegemónica. Ni más ni menos que el modelo repuesto en las dos cámaras del Congreso argentino la semana pasada por efecto de las elecciones de octubre. En estas configuraciones la democracia, o un capítulo de ella, reinterpreta la regla de la mayoría. Beneficiada por los caprichos de la aritmética, la gran decisión puede quedar en manos de una minoría o hasta de un individuo.

Un partido alemán relativamente pequeño, el FDP, liberal, se consagró durante décadas en la patria de Goethe y Beethoven como actor político determinante. No es que el FDP fuera acomodaticio ni que se sumara con oportunismo al bloque que iba a gobernar Alemania sino que él mismo, con una bancada muy chica, era quien ejercía el poder de árbitro en la decisión final. Gobernaban los conservadores (CDU/CSU) o los socialdemócratas (SPD) según a quién el FDP resolviera apoyar.

También en España los llamados partidos bisagra llegaron a disfrutar de ocasionales papeles protagónicos. Sin ir más lejos, en 2018 para desalojar al presidente Mariano Rajoy el PSOE presentó una moción de censura que por primera vez en la historia resultaría exitosa. El PSOE ofreció a Pedro Sánchez, actual presidente, como alternativa. Para imponerlo necesitaba 176 votos (la mitad más uno de 350), pero con los de la izquierda no le alcanzaba, de modo que acudió a los partidos chicos y los nacionalistas… quienes hasta entonces pactaban con Rajoy. Y esas fuerzas menores, huelga aclarar que al cabo de trabajosas negociaciones, inclinaron la balanza. Por 169 votos contra 180 y una abstención Rajoy tuvo que ir al Palacio de la Zarzuela a presentar la renuncia ante el rey.

En Israel incluso no es raro que un solo diputado ejerza un poder de veto que excede su representación. La Kneset tiene 120 bancas, de modo que para gobernar hacen falta 61, cifra que ahora mismo la coalición de Benjamin Netanyahu bordea sin mayor resto.

Es verdad que en nuestro régimen presidencialista existe en el Senado el desempate vicepresidencial, instancia que se hizo célebre en el epílogo de la guerra del campo gracias al “voto no positivo” musitado una disruptiva madrugada de invierno de 2008 por Julio Cobos. Hasta entonces se creía que todo desempate vicepresidencial era algo por demás previsible, un triunfo asegurado del gobierno. Si había empate significaba que un momento después la ley en cuestión quedaría aprobada. Pero el comportamiento de Cobos permitió recordar que la Constitución no manda al vicepresidente a alinearse con el Poder Ejecutivo sino que le otorga la atribución de desempatar, dirían los españoles, como le apetezca. Para un lado o para el otro.

A diferencia de su antecesora Cristina Kirchner, quien presidió el Senado durante cuatro años como si le perteneciera y nunca tuvo que desempatar nada, Victoria Villarruel pasó temprano por esa experiencia (los vicepresidentes no son senadores, nunca votan leyes, sólo pueden desempatar). Y debutó nada menos que con la ley Bases (junio de 2023, los senadores habían quedado 36 a 36), pero su voto con poder de sentencia, al revés del de Cobos, fue afirmativo. En caso contrario Milei habría sufrido un fracaso político estrepitoso con un asunto esencial para él y quién sabe cómo habría reaccionado contra su compañera de fórmula, vapuleada luego por divergencias procedimentales y por rencores acumulados.

Mientras recupera la rutina de gobernar el país con el presupuesto del año entrante -van dos años con el presupuesto de 2023 prorrogado-, el gobierno se propone ahora acelerar, tal vez precipitar, la reforma laboral. Quiere arrancar en las próximas horas, casualmente en la semana en la que el decreto militar que creó el aguinaldo -beneficio obrero fundacional del peronismo firmado el 20 de diciembre de 1945 por el general Edelmiro Farrell a instancias del coronel Perón- cumple 80 años.

Nadie sabe aún cómo terminará redactado el proyecto oficial tras las discusiones en comisión ni cómo serán las negociaciones con aliados, opositores, conversos e infieles de variada intensidad y diversa pretensión. Pero aún con el contenido del proyecto en veremos, la política hace cuentas. Se pregunta si el oficialismo tendrá o no los votos para sacar esta ley, históricamente una ley difícil. Hasta hay quien al genérico reforma laboral le dice ley maldita.

Casi todos los gobiernos de las últimas cuatro décadas intentaron cambiar la legislación del trabajo. Ninguno logró sostener una reforma duradera. Dos, impulsadas por presidentes radicales, sobresalieron por las consecuencias negativas que sus intentos tuvieron. De la Rúa terminó renunciando debido a la crisis que desencadenó la llamada ley Banelco, alusión al escándalo de las coimas en el Senado (que según la Justicia no se pudieron probar, pese al crudo testimonio del arrepentido Mario Pontaquarto, exsecretario parlamentario). La ley fue aprobada y De la Rúa llegó a promulgarla con el número 25.250. La derogó en 2004 el gobierno de Kirchner.

Pero el otro antecedente es quizás el que viene más a cuento. En el amanecer de la democracia, once días después de asumir, Alfonsín, quien en la campaña había denunciado un pacto “militar-sindical”, apostó fuerte a la ley de Reordenamiento y Normalización Sindical conocida como ley Mucci (por el ministro de Trabajo Antonio Mucci, un obrero gráfico poco conocido, sin gravitación sindical). Apuntaba esencialmente a democratizar y modernizar las estructuras sindicales, algo que los gremios mayoritarios peronistas interpretaron no sin cierta razón como una forma de achicar su poder de fuego. Lo tomaron como una declaración de guerra. De allí que el proyecto, que terminaría rechazado, le abrió las puertas a la reunificación de la CGT y abroqueló al justicialismo. Así surgió el liderazgo duro del cervecero Saúl Ubaldini, artífice de los famosos trece paros nacionales que el peronismo le administró a Alfonsín hasta 1988.

Tras ser aprobado en Diputados, el rechazo en el Senado, el 14 de marzo de 1984, fue por apenas un voto, el de Elías Sapag, del Movimiento Popular Neuquino (MPN), lo cual resultó mucho más doloroso para el gobierno radical. Alfonsín había ganado las elecciones presidenciales en Neuquén cinco meses antes con el apoyo del MPN.

El mismo Sapag ya había introducido una modificación crucial en febrero al reformarse el Código de Justicia Militar, lo cual afectaba la política oficial de derechos humanos. Porque en esas semanas el gobierno, al mismo tiempo que procuraba democratizar los sindicatos peronistas, había anulado la autoamnistía militar -primera ley de la democracia- y había dispuesto crear la Conadep y juzgar a las juntas militares y a las cúpulas guerrilleras, decisiones que el peronismo también boicoteaba. La derrota parlamentaria de la ley Mucci lacró una tensión con el sindicalismo peronista que afectó todo el mandato de Alfonsín.

Los libertarios vienen de dar un salto cuantitativo muy importante en ambas cámaras. Sin embargo, tal como le sucede hoy a Milei, en los primeros tiempos de Alfonsín el oficialismo era en el Senado la segunda minoría detrás del peronismo y necesitaba negociar con terceras fuerzas, por entonces magras: los partidos provinciales de tres provincias. Alfonsín había obtenido en las urnas un resultado plebiscitario, pero el interior tradicional seguía siendo peronista. Por eso el peronismo era la primera fuerza del Senado, algo que sucede ininterrumpidamente hasta hoy desde que en 1973 se le levantó la proscripción impuesta en 1955.

La votación de la ley Mucci sorprendió con un 24 a 23 cuando Sapag ventiló su postura (recuérdese que por entonces los senadores eran 48). El gobierno sumó los votos del radicalismo, el Partido Autonomista Liberal de Corrientes y los bloquistas.

Aunque Milei no se le parezca en nada a Alfonsín, igual que hace 42 años un presidente que quiere cambiar las reglas laborales y sindicales anquilosadas por el modelo peronista necesita ahora conseguir un senador más que el peronismo y sus aliados para aprobar una reforma laboral punzante. La historia enseña que le conviene negociar bien y conseguirlo.