La economía argentina está sometida a un plan de transformación sustancial. No asistimos a un cambio de programa, sino a una sustitución de modelo.
Por Marcelo Elizondo, en diario La Nación
De mantenerse el conjunto de reformas en marcha, la mutación esencial desde una economía estadocéntrica y ultrapolitizada hacia una basada en la preeminencia de la iniciativa privada habrá de generar no pocos impactos. Entre ellos, un previsible enfrentamiento de los actores económicos a nuevas exigencias de competitividad (entendida la competitividad como “ser competente para”, más que como “poder competir contra”).
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Hay un actor critico en la economía mundial (que en países prósperos es la fuerza motora de la evolución) que en la Argentina ha estado sometido a condiciones perniciosas: las empresas. En el mundo, hoy, las empresas son las grandes transformadoras y generadoras de valor. Pues en la Argentina el pretendido cambio de régimen pone ahora a muchas de ellas ante la necesidad de modificaciones esenciales. En verdad, contamos con no pocas empresas con gran capacidad competitiva, pero ellas no son tantas ni son tan grandes como se requeriría, y conviven con otras muchas que en adelante requerirán sus reformas (la palabra “reformar” viene del latín reformare y significa “volver a dar forma a algo”).
Es cierto que hay mucho por ajustar desde lo gubernamental en los entornos regulativo, macroeconómico y social (en materias como las tributaria, laboral, infraestructura, prestaciones públicas), pero –mientras eso se logra– hay mucho que deberá ser hecho por las propias empresas para adaptarse a una economía en la que el derecho predominante lo crean los contratos (más que un funcionario), la iniciativa proviene de la generación privada (más que de una autoridad pública) y el éxito se apoya en capacidades y atributos competitivos (más que en un lobby efectivo).
En nuestro país hay unas 550.000 empresas privadas, padeciéndose una involución en la cantidad (hay 60.000 menos que hace diez años). Pero la escala y la envergadura de la mayoría de ellas han permanecido infradimensionadas como consecuencia de la mala organización económica. Siendo una economía mayoritariamente de pymes, además es poco habitada: con solo 12 empresas por cada mil habitantes, la Argentina se encuentra muy por debajo de sus vecinos en este aspecto (en Chile hay 58; en Uruguay, 48; en México 34; en Brasil, 257).
Como consecuencia, padecemos poca internacionalidad: son argentinas apenas 3 de las 50 mayores empresas latinoamericanas (22 son brasileñas, 14 mexicanas y 8 chilenas). Mas aún: son argentinas apenas 7 de las 100 mayores latinoamericanas.
Ello se vincula con una escasísima inserción productiva externa: hay apenas unos 50.000 millones de dólares invertidos por empresas argentinas en el exterior; frente a los 300.000 de Brasil, 215.000 de México, 140.000 de Chile y 75.000 de Colombia. Mientras, solo 12 empresas argentinas exportan más de 1000 millones de dólares anuales (y solo 18 exportan más de 500 millones), siendo ellas parte de un débil conjunto de empresas exportadoras que hoy está formado por casi la mitad de las que lo integraban hace 15 años.
Por ende, el nuevo modo de organización económica previsto (estabilidad, desregulación, tendencia a la apertura, menor intervención pública y más autonomía empresarial) requerirá grandes cambios en el ámbito general de las empresas. Y un vector de ese cambio deberá tener lugar en la tasa de inversión: mientras por estos días ronda el 14% del PBI (en el mundo el promedio es 27%), un incremento será crítico para el acople organizacional y tecnológico internacional.
Lo referido deberá acompañarse de mejoras en el capital humano, los modelos de organización empresarial, las metodologías productivas, los encadenamientos en la generación de valor, las técnicas de relación con el cliente y el mercado, las estrategias, las alianzas.
Las empresas-modelo, hoy, en el mundo se apoyan en 10 parámetros generales: convergencia tecnológica y digitalización; creciente incidencia del saber y el capital intelectual; flexibilidad y velocidad; descentralización y apertura; ética certificada; constante innovación o disrupción; adaptación regular a un mercado que vive una revolución sociológica; visión internacional; capacidades para desenvolverse en un mundo en “competivismo” y el impulso de un nuevo tipo de liderazgo.
De modo tal que, mientras el Gobierno debe continuar avanzando en estabilización, desregulación y desburocratización, la baja de impuestos y la internacionalización, muchas empresas deben hacer lo suyo. Dicho sea de paso: la estabilización macroeconómica es, de por sí, un gran asistidor en la eficiencia para quienes la aprovechan.
Plantea Leonard Read en su The macro malady que los grandes cambios en el mundo hoy están ocurriendo por la intrepidez de la microeconomía: es en el nivel “micro” que se posee la verdadera escala para lograr el conocimiento y el poder para obtener evoluciones, cuando se abandona la excesiva injerencia gubernamental manifestada en lo que llama la “macroplaga”.
Asistimos, así, a una necesidad evolutiva: ante el cambio en el entorno hay que cambiar modelos de operación.
Planteó hace años Peter Drucker que, para el que toma decisiones, la innovación comienza con el abandono; porque para el actor del cambio suele pesar más lo que se abandona que lo que se inicia. Pero hay un ejercicio necesario y este es el fortalecerse en lo nuevo para llegar al éxito cuando cambia el contexto.